martes, 17 de septiembre de 2013

Maria Angélica Ianello de Vals.


En la pared detrás del piano de cola marrón se exponen las fotografías que a lo largo de su vida habían ocupado un lugar sobre ese viejo tapizado beige bien iluminado.
     A la derecha, bastante arriba había un portarretratos mediano con un marco metálico lujoso, bonito y un poco ennegrecido por el tiempo. Allí había una mujer retratada hasta su pecho con un vestido rojo muy brillante, una sonrisa deslumbrante con los labios rojos y un cabello corto, rubio y alocado.

     La mujer tenía unos cuarenta años y la foto, al día de la fecha, diez más. La expresión alegre y jovial que contagiaba el júbilo y las ganas de reír se manifestaba en varias de las fotografías.

     Había una, en particular, una que llamaba mucho la atención por lo nueva que era, parecía hasta expendida por una impresora casera de buena definición. En ella estaba María Angélica Ianello de Vals, con toda su elegancia parada en un camino empedrado, con un vestido negro y un tapado de piel ostentoso y sin dejar de utilizar los accesorios de manera correcta; La pequeña cartera colgando del antebrazo izquierdo, la gargantilla brillando en el cuello tostado a pesar de lo espesa y fría de la noche en la fotografía, los guantes blancos en ambas manos y el marido agarrado por el codo.  

     En otra de las fotos, sin marco pero con un vidrio limpio y reluciente, María Angélica estaba agarrando por el codo a otra persona, era un niño rubiecito y semidesnudo, el pequeño miraba hacia un costado sonriente y de su inmenso pañal salían dos piernas regordetas que se perdían en el césped bahiano. A la sombra de un árbol frondoso, María Angélica y su corta cola de caballo atada en lo alto de la cabeza rubia, se encontraba con su nieto, sentada en el suelo en la posición del loto, con un pantalón de lino marrón claro y una camisa completando el conjunto. Detrás de ellos, muy cerca del árbol, se encontraba de pie un hombre con anteojos con una chomba verde agua y un pantalón beige.

     Este mismo hombre, en otra foto un poco más grande y con un discreto marco de madera, se encontraba a la izquierda de la mujer al borde de una mesa. A la derecha de ella había otro hombre que se le parecía, ambos eran jóvenes y tenían su alegría contagiosa al igual que la mujer que rodeaban, quien, con una camisa blanca e impoluta de seda y un pantalón tiro alto de color crema se encontraba inclinada sobre una gran torta de cumpleaños con una velita plateada en el centro. De su cuello colgaba una pieza de herrería dorada y vistosa que caía con elegancia hasta hacer pender una piedra roja y brillante a varios centímetros del mentón.

     Este mismo collar lucía una señora que posaba en una pequeña y cuadrada foto al lado de una niña rubia de cabellos largos que, portando la misma sonrisa que María Angélica, escondía sus manos en la espalda y levantaba el mentón con alegría. Lo otro que lucía la señora eran las arrugas y un cabello blanco y como de brushing humedecido que se enroscaba en un rodete tosco en lo alto del pelo. Con una seriedad incuestionable y una mirada casi de soslayo los ojos oscuros de la mujer estaban clavados en la cámara y brillando en lo pálido de una piel bañada por el sol de la ventana en la que, con solemnidad, apoyaba el codo izquierdo.

La fotografía estaba bien iluminada pero, a pesar de esto, se perdía en lo magnánimo de los otros cuadros. Su resolución denotaba una tecnología hoy obsoleta y su estado de conservación el de un objeto que ha pasado por muchas manos y muchas cajas hasta llegar al lugar donde está. El pequeño portarretratos era de un metal plateado y brillante que se había percudido en las partes profundas de cada muesca tallada.


Quizá por lo lindo que le queda el reflejo de la luz, o quizá porque así quedaron agrupados los únicos dos marcos metálicos de la colección, es que a esta pequeña fotografía se la encuentra a la derecha y bien arriba, en la pared de tapizado beige y detrás del piano de cola. 

Chakra Laringeo (Sobre como se expresa tu madre).

     Quien bien conoce a tu madre sabe que, a pesar de no ser una mujer de muchas letras y lecturas, su humor es un tanto intelectual en los campos que ella domina. Recuerda el día que fuiste, todo vestido de azul, a preguntarle si así estabas bien para ir al cine y luego a bailar; “Y… estás muy chakra laríngeo pero estás lindo” te dijo. Porque claro, su léxico gira en torno a sus saberes, y sus saberes tienen mucho que ver con esas cosas; chakras, energías y demás.

     Siendo una reflexóloga en constante formación y creyendo fielmente en la medicina alternativa, vos bien sabés que acercarte a ella para quejarte de algún dolor en el cuerpo es una trampa de doble filo; Que el resfrío es por retener el llanto, que la conjuntivitis es por no estar viendo algo, que la angina es por no expresar algo y así todo. Sin embargo, volvés siempre, harto de pedirle que no te analice los pies y que solo se limite a dar un examen objetivo de tu estado de salud, volvés. Pero ella, que siempre fue un poco bruja, te mira los pies y, con sus conocimientos de terapeuta holística te empieza a atacar con preguntas que cada vez se van tornando más incómodas e íntimas.

     <<Mamá, me duelen un poco el talón y el tobillo>> le dijiste una vez, como pidiendo masajes de la manera más indirecta que pudiste. Y Allí comenzó, jocosa, a reírse de vos y a hacerse la interesante escatimando la información que estaba en su cabeza; Que el talón “es el concretar”, que el tobillo son los órganos sexuales y así durante un rato, hasta que la conversación terminó en la idea de que “una vida sexual más activa” solucionaría todos tus problemas. Entre risas, divertida y astuta, tu madre te ha dejado boquiabierto y ruborizado una vez más.

     Por supuesto, a veces también se le da por dejar de lado (por un rato) su cara de sanadora y también hace preguntas. <<¿Cómo andás vos de amores?>> te dijo una vez. Sin evadir el tema, contestando con sinceridad y rapidez le contaste que no, que estabas bien amando a tus amigos y a nadie más. Luego de insistir un rato dando vueltas en la misma pregunta se resignó, pero no sin antes, emitir un último comentario que tanta falta le había hecho a la conversación. <<Y claro… así como no te va a doler el tobillo>>. 

Certificado de algo.

Estás parado en el medio de la cancha de básquet de un colegio estatal ¿Qué hacés ahí? Y ¿Por qué toda la gente está a tu alrededor? Una gran multitud formada por jóvenes de guardapolvo y madres con carteras ridículas se habían colocado alrededor de un especio delimitado por los niños más pequeños de la escuela, pero… pero vos sos de los más chicos de la escuela, en teoría, vos deberías estar ahí, con tus compañeros pero estás parado, casi en el medio, con todos mirándote. ¿Y qué es eso que tenés en la mano? ¿Un certificado? ¿Un diploma? ¿Ganaste algo acaso?

A tu espalda los parlantes amplifican la voz de una señora que termina de decir tu nombre y hace un breve silencio para que la gente desborde su pasión en aplausos y silbidos. Obviamente eso no pasa porque vos sos el primero en estar ahí, parado en el medio de todos y como no te conoce nadie no te van a aplaudir con fervor hasta que no estén sus propios hijos allí. Pero la verdad es que mucho no parece importarte, estás perdido en las costuras del guardapolvo blanco, en los abrojos mal abrochados de las sandalias, o en el patrón de puntitos y rayitas que tiene cada baldosa. Con tus dedos recorrés el contorno de un pedazo de papel o cartón que te dieron hace un rato, este gira y gira en tus manos porque a vos te entretiene mucho sentir los bordes del papel una y otra vez. Lo que no te preguntás es ¿Qué es ese papel? Probablemente sea un premio, o una foto. En realidad te da igual, podría ser un certificado de nacimiento o uno de defunción que la cosa no cambiaría, seguiría teniendo bordes muy entretenidos para recorrer.

     La segunda persona que la señora llama por el micrófono es una niña de tu propio curso, le sonreís contento y ves como ella mira al público y muestra su dentadura imperfecta a las cámaras; porque claro, está plagado de cámaras de fotos, y flashes, y risas. Ahora le prestás atención a los aplausos y te divierten un poco, de todas maneras, es mucho más entretenido ver el cielo al final del gimnasio. Las palabras de la señora ya se desdibujaron hace rato y ahora son varios los nenes que entraron y se encuentran formados uno al lado del otro, a tu izquierda. Todos visten guardapolvos blancos. La única de tu edad es la niña, los demás son más grandes, y entienden más lo que está pasando, miran sus diplomas, sus certificados, sus “no sé qué” con orgullo y sonríen como si estuvieran en una coronación.

     De repente, entre el bullicio y el ajetreo, recordás uno de los últimos días de clase. Hubo una votación en tu aula y te eligieron a vos como “Mejor compañero”. No importa por qué, ni te acordás seguro. Pero seguro que esto tiene que ver. Pero bueno, también las profesoras te eligieron como “Mejor alumno”, y no sabés muy bien qué significaba todo eso y qué beneficios te podía traer pero no importa, algo ganaste. Te pusiste contento y sonreíste frente a la gente. Por un rato, después te dio curiosidad otra cosa; ¿Por qué estamos Aldi y yo solos acá parados? ¿Qué se ganó Aldana? Y ahí es cuando te arrepentís de no haberle prestado atención a la señora que aún no había dejado de hablar. Te das vuelta y la ves, vestida de negro, con rulos y frizz, la expresión dura en un sonrisa y las palabras vacías brotando de su boca directo hacia el micrófono. Es en vano, ni te mira.

     Volvés la vista al público y hasta ellos ya están cansados de escuchar nombres y aplaudir, se les nota en la cara, pobres. A vos te duelen un poco los pies así que empezás a tirar el peso hacia un pie por un rato, luego al otro y así, tambaleando frente a todos. Estás en tu tarea cuando, de la nada, se te ocurre una idea brillante, probablemente el haber ganado esas votaciones tenga que ver con el hecho de que ahora esté sosteniendo el papelito con cara al público. Con total naturalidad girás el papel y lo mirás vos, dice algo de “Mejor…” pero no te das cuenta si es “…Compañero” o “…Alumno”. No importa. Alguno de los dos es, debe ser el certificado que dice que ganaste “mejor algo”.


La que no ganó nada es Aldana, no sabés muy bien qué hace ahí, pero seguro que ella debe tener el otro “Mejor algo”. Se lo habrán regalado, o por ahí ella te lo da a vos después, total, a vos te da igual. A ella le gustan las fotos y está contenta. No tiene caso que lo sigas pensando, ya es hora de cambiar el peso del cuerpo hacia el otro pie. Mirás tus bermudas amarillas mientras realizás la acción y la vista se te va, te volvés a perder en los patrones de las baldosas y el certificado de algo vuelve a girar entre tus dedos. De manera abrupta te saca del trance la música, agudizás el oído disimuladamente y reconocés la canción que acaba de empezar, ponés una sonrisa grande en la cara porque te la sabés y empezás contento: “Oid mortales, el grito sagrado, libertad, libertad, libertad…”  

Mi media naranja.

¡Ay Irma, cómo te extraño! ¿Por qué te fuiste Irma? Te hubieses quedado acá conmigo, a vivir la playa eterna de Mar del tuyú. ¡Ay Irma! Si sabré yo lo que debés estar extrañándome. Perdóname Irma por dejarte sola con tus bikinis angostitas y tu marido fanático de la sunga. Perdóname enserio, pero ya estoy vieja y no tengo fuerzas para volver.

     ¡Las veces que habremos esperado el llamado de “La Su” juntas! ¡Las giras bronceadoras que habremos hecho por San Clemente, Las Toninas y Mar de Ajó! Yo sabía todo de Irma. A Irma los bordes de la pizza no le gustaban. Los de la tarta, en cambio, la volvían loca. Otra cosa que odiaba Irma era el corpiño deportivo, por eso llevaba su colección de bikinis a las clases de Yoga. 

Siempre funcionamos como un amuleto para la otra, piel a piel íbamos juntas a todos lados. No había peatonal que no conociéramos, no había choclo playero con el cual no nos hubiéramos enchastrado, y… ¡Ay! Ni hablar de los churros con dulce de leche –y arena, claro- que tanto habían estirado nuestra figura.  

Si pudiera hablarte ahora, mi querida, te haría saber lo incondicional que fuiste para mí esos domingos de asado y pileta en la quinta del Jorge. ¿Te acordarás vos, de cómo nos alejábamos de las charlas masculinas para pasar tiempo a solas y en silencio? flotando boca arriba y olvidando el cuaderno rojo a lunares blancos de Fede y los calzoncillos rotos de Eduardo, que claro, en cualquier momento nos interrumpía y se tiraba de bomba a la pileta con la sunga amarillo fluo que le había traído Jorge de Brasil.

     ¿Por qué nunca fuimos juntas a Brasil, Irma? La escapadita nos hubiese venido bien a ambas. Pero bueno, definitivamente nuestra última aventura fue Mar del tuyú. Yo sabía que este viaje iba a ser especial. Lo sabía desde el momento en el que la profe de yoga nos dijo: “Estoy segura. En este viaje te pasarán cosas inolvidables”. Y una le cree, obvio, pero lo que menos se espera es que la vida cambie tan rotundamente.

Nuestra relación era especial, yo no me cansaba nunca de abrazarte y, vos, año a año, me elegías a mí para acompañarte a estrenar la temporada. Pero yo ya estaba vieja y estirada, tarde o temprano me iba a cansar de las pelotas de arena que nos tiraba Fede y de las manos bruscas de Eduardo.


Perdoname Irma, no tengo excusas. Mis brazos languidecieron hace tiempo y, empapada en tristeza, solo me queda asumir que cuando esa ola nos golpeó ferozmente, yo te solté. Un poco adrede y un poco sin querer. Aunque no lo hubiese querido mis nudos no hubieran aguantado, vos cada vez estabas más gorda y a mí me costaba mucho contenerte. Así que me alejé, me alejé flotando para convertirte en ese recuerdo de aquella amiga que detestaba los bordes de la pizza pero enloquecía con los de la tarta, ese recuerdo de la mujer que odiaba los corpiños deportivos y, por esa razón, me llevaba a mí, su bikini favorita, a cada clase de yoga.    

La primera vez en nacer.

En un principio no era más que movimiento. Sin cuerpo y sin materia mi existencia se basaba en moverme de un lado a otro, de un lugar a un no lugar, pasando por todo lo existente y por la nada al mismo tiempo. Las fronteras eran confusas y no conocía el tiempo. Poco a poco la consistencia fue mutando y en cada movimiento tracé un recorrido irrevocable, recorrido que nunca fue el mismo y que nunca sentí de la misma manera dos veces.

                El júbilo y el bienestar del ritmo constante me poseía en su recorrido, las luces parecían atravesarme y ser parte de mi energía, y esta energía una sustancia sutil en constante formación, nutriéndose de todo lo que existía entonces. Poco a poco los movimientos compusieron armónicamente, en su andar, figuras compuestas de sabiduría incuestionable. De repente, el trayecto cambió, la consistencia cambió.
Pero la energía se mantuvo, comencé a fluir en un conjunto, existiendo tanto en mis pares como en mi propio ser; esencias sin cuerpo pero en unidad. Agrupados por la acción cinética de existir recorrimos distancias sin medida hasta encontrarnos en un sitio, un lugar. Allí la unidad nos volvió uno.

¿Sabrán los griegos que Cronos, el devorador del tiempo, sería Saturno para los romanos? ¿Sabrán los romanos que Saturno sería el sexto planeta del sistema solar?, alrededor de este, giraba nuestra energía en constante movimiento, ahora con un rumbo preciso, ahora con una forma indicada. La roca circunvalaba el planeta sin comprender la ironía ilusoria del tiempo que devoraba nuestra materia, pero entendiendo que nuestra energía era la de una roca y a su vez, la de todo lo que nos rodeaba.

En el viaje la mutación continúo, nuestra energía transitó variadas instancias y, cuando fue el momento preciso, nos agrupamos de nuevo y la vida se encargó de crearlo. Él se vio a sí mismo, acobijado en un vientre, la materia era suya y se complementaba con su energía. El calor y la creación eran ya, un sentimiento tangible. La vida humana, una experiencia recién nacida y el movimiento constante, un recuerdo agradable. Allí dentro, su protectora le habla y él contesta, la energía se nutre de su amor y la materia (su cuerpo) crece y se desarrolla. Los pensamientos circundan en su cabeza y la curiosidad hace su entrada triunfal.


 Él pone atención a sus extremidades, siente la existencia de un par de piernas y se pregunta de qué le servirán allí afuera, cómo será todo cuando salga o cuál es su deber. La respuesta llega pronto y él se dice a sí mismo  “Tal vez solo deba hacer lo mismo que antes y solo se trate de movimiento. Debemos asumir que para ello son estas piernas; Para salir de aquí y movernos en conjunto.”  

Un hippie inicia una guerra.

             Huir. De eso se trata, correr, escapar del enemigo para no ser atrapado. Entre jadeos y sudor frio esconderse entre las plantas e intentar que los pulmones tengan un ritmo acompasado y tranquilo. Disminuir el pulso cardiaco para no ser encontrado, De eso se trata.

              La guerra los acecha a todos por igual, es algo de lo que nadie en todo el mundo se puede salvar y, a la vez, es algo en lo que todos, sin dejar excepciones, deberíamos formar parte. Con el tiempo los focos bélicos se irán expandiendo; Las luchas por atrapar al otro y las risas apagadas entre medio.

               ¿Cómo había empezado todo? Dos corrían, ella delante de él. La chica encuentra un escondite, el chico la descubre, la agarra por las muñecas con firmeza y la tira al suelo, se acerca rápidamente y le descarga sus municiones en la frente: Unos cálidos y húmedos besos.


               Ahora eran cuatro los que corrían, dos escondites se encontraban y los mismos se descubrían, se descargaban más besos y ahora eran ocho los que corrían, así fue como empezó esa verdadera guerra mundial de la que todos necesitamos formar parte, una guerra contra familia y amigos, contra animales y plantas, contra el mundo mismo, una guerra de besos y abrazos.    

Saturación 1.

Quizá la solución no sea la responsabilidad, quizá la responsabilidad no sea más que la espina punzante e hiriente que aporta el estímulo necesario para, movilizado por la punción, emprender la marcha a un ritmo constante.

¿Cómo sigue? ¿Qué se hace? ¿Y si ansío ver el día? ¿Y si entiendo que he sido distinto, como siempre, a todo lo demás?

Distintos somos todos, el uno del otro. Por eso perseguimos la ilusión de un corazón complementario, de una media naranja o un alma gemela.  Nos gusta creer que allí, del otro lado del mundo, se encuentra nuestro doppelganger emocional, esperando nuestra aparición milagrosa en su miserable vida. Pero es una ilusión, como todo en esta vida, es una ilusión como la felicidad y la tristeza, como el calor y el frío, la luz y la oscuridad. Es la dualidad lo que nos ataca, es la unidad lo que nos fortalece.


La unidad conjuga nuestras más grandes contradicciones en una misma entidad; nuestro ser. Pero vivir en unidad no es tarea sencilla, no en estos tiempos. El ser y el querer ser están en constante conflicto de contacto. 

Salvaje.

<< ¿Qué música escuchás? >> Le preguntó una chica con intenciones lujuriosas durante su estadía en la ciudad. 

         Su música siempre había sido la del viento, la de la tierra, las olas y todos los que, sin intención de lograrlo, creaban melodías armoniosas al ritmo de la libertad del páramo. Simplemente respondió <<Un poco de rock>>.

         Esa mañana su despertador fue el sol y con el sol, casi de la mano, llegaron las aves a cantarle canciones para despabilarlo. Su instinto lo llevó al río, apoyó su oreja sobre la tierra húmeda y dejó que el ronroneo de las aguas tranquilas lo integraran al entorno.

         << ¿Estás por tomar la comunión y no lo hacés por la plata de las estampitas? Estás re pirado >> Le dijo un niño que él creyó su amigo durante mucho tiempo.

         Pero claro, ¡Qué sabio ese niño! Si el placer de creer, confiar, alabar a una fuerza mayor no se haya arrodillado frente a una cruz, no se logra repitiendo oraciones culposas. Es la tierra, y el cielo, y el mar los que nos aplacan con su inmensidad y nos hacen sentir bien siendo diminutos cuando miramos el firmamento nocturno entre las montañas. Ese niño lo hizo llorar.

         Cuando por fin sintió que el sonido del río era la energía que le acompasaba los latidos del corazón decidió arrodillarse. Enterró sus dedos en el barro y percibió el dolor de las piedras raspándole los dedos como un placer de conexión con la tierra; su más grande gurú, su guía espiritual y su único dios. El vientre materno de su raza, de todas las razas.

         << Lichtenstein nació en los estados unidos el 27 de octubre de 1923. Su obra se caracteriza por…>> y así sus profesores le enseñaron sobre arte.

         ¡Qué locura! ¡Qué ironía! Pensar que el arte tiene fechas, nombres y lugares. ¿Por qué este cuadro es más que este otro? Porque lo firma Lichtenstein, claro. El verdadero arte se escondía de los ojos humanos en el concepto de representar, perdiéndose así, la expresión de lo contemplado con los ojos y el alma, o con los ojos del alma. Por eso le aburría tanto la anticuada escuela.

         Terminó de ponerse de pie y miró hacia arriba, el cielo no era cielo, su techo eran las copas de los árboles que lo llenaban de una luz verdosa muy confortante. Dio algunos pasos, quizá dos, quizá cien, sin bajar la vista. De repente llegó a un claro donde la luz del sol lo bañó de color; las flores, la madera y el cielo eran el arte que él quería apreciar.

         <<Disculpame, ¿tenés hora?>> Le dijo un tipo desconocido que caminaba por una calle desconocida.

         No se puede medir el tiempo cuando el reloj de pulsera no existe y cuando nuestro despertador son las aves. ¿Para qué medir el tiempo? ¿No era más divertido vivirlo? Si al fin y al cabo el tiempo era el titán que nos devoraba hasta hacernos desaparecer; Era el factor… ES el factor que nos desgasta, arruga y deshace en la tierra. << Tres menos cinco >> masculló.

         Quizá fueron segundos, tal vez días, pero lo cierto es que admirar el paisaje lo entretuvo durante un tiempo, cada tanto avanzaba unos cuantos pasos más pero terminaba haciendo paradas para contemplar su alrededor casi todo el tiempo. Él no sabe cuánto tiempo caminó ni cuánta distancia recorrió, simplemente lo vivió.

         <<¿Dónde vivís?>>  indagó otro desconocido cuando él ya estaba perdido.

         Vivir. Lo mejor era vivir, no importaba dónde, no importaba qué tan alta era la torre de Babel si, de todas maneras, en algún momento se iba a derrumbar. No respondió.

         De repente vio una imagen que lo aterró, lo hizo temblar; con el follaje enmarcándole el paisaje contempló a lo lejos unos edificios altos perderse entre las nubes, perderse entre el celeste del cielo. Cerca de sus bases había muchos árboles bajitos, pero eran árboles podados, moldeados, cuartados. Y en las bases de estos había criaturas sentadas, paradas, caminando, corriendo, saltando. Las criaturas tenían formas muy variadas pero, en general, coincidían en la cantidad de ramas… brazos, raíces… piernas y copas… cabezas. Él apartó la vista y miró hacia abajo, se encontró con dos pies descalzos, con rodillas sucias y con manos ennegrecidas, ahí fue cuando recordó un poco; él también era una de esas criaturas, pero él era distinto, él no vestía ropas si no tenía frío, él no medía su tiempo ni se interesaba por saber dónde vivir. Él no rezaba en bancos incómodos de madera, ni escuchaba la música de las radios, él vivía distinto y por eso era distinto. Él vivía más, o vivía menos, no sé, pero vivía y no medía el tiempo, este lo corroía sin avisarle, era inmortal con la simple inacción de no esperar a la muerte. Así vivía; viviendo, respirando y volviendo a vivir. 

Mal llamado apocalipsis.

La luna era inmensa, ocupaba una porción grandísima de cielo, sus cráteres se desdibujaban, como cuando es de día y, amenazante, el satélite avanzaba por nuestra atmosfera. Llamé a todos en casa. Ese día, tal vez por ser el último, nos habíamos juntado a comer con mis primos y mi tía, mi papá no estaba. Como siempre, no respondían a mi llamado para ver el cielo y entonces agarré a mi mamá por el brazo y la saqué afuera, mi tía nos siguió  y mis primos corrieron por los costados. Al llegar a la fina pasarela de cemento enrojecido, que daba al portón del frente, tuvimos que levantar la cabeza hasta que el mentón se alineara a nuestro cuerpo, solo las ramas del jacaranda tapaban un poco el firmamento. Mi patio parecía tan gris esa noche de cielo claro, y la luna no paraba de acercarse. Nadie hablaba, pero nadie estaba asustado, solo teníamos impotencia y nos sentíamos aplacado por la hermosura y el poder de ese majestuoso satélite que tanto tiempo giró a nuestro alrededor.

            La última cena ya estaba comida y con paciencia, los presentes esperábamos y lo aceptábamos como un paso más de la vida, una persona o un animal nace, vive, procrea y muere, una flor nace, vive, procrea y muere y una especie nace, vive, procrea y se extingue, y eso era lo que con total entendimiento esperábamos sin prestarle atención al entorno y solo mirando el hermoso cielo sin estrellas, en completo y total silencio. Nos quedamos sin recuerdos, sin fechas, lugares, felicidades y tristezas en nuestras mentes, lo único que existía en ese momento era la luna, que cada vez más difusa se acercaba a la tierra hasta diluirse en el cielo y desaparecer en la capa de ozono y sin dejar rastro alguno de la hermosura de la esfera conquistada por el dios de las artes,  de la poesía y de la música, del arco y flecha, de la medicina y la curación, de la verdad y la profecía y del sol y la luz, encarnado en una maquina que el hombre bautizó homónimamente como Apolo.

            En su lugar no había un espacio vacío, ahora siete hermosas esferas de colores tan vivos y potentes que hacían llorar los ojos estaban quietas en el firmamento, parpadeando. Yo llegué a reconocer a Júpiter y a Venus, no tuve tiempo para recorrer con la mirada la perfección de cada planeta, y es quizás por eso que no recuerde los demás con sumo detalle. Y de repente como un mundo en dos dimensiones un espolvoreo calló, como la arena que cae de un papel al ser levantado. Los granos de magia hicieron polvo a los planetas que al descender lentamente con la ligereza de una pluma, con la firmeza de kilos y kilos de metal y con la delicada atracción gravitatoria de la difunta luna, dejaron un halo de luz hermoso, era como estar en el infinito espacio y en el patio de casa al mismo tiempo, no recuerdo bien si estaba en uno o en otro, pero sí que estaba en ambos al mismo tiempo. Al igual que nosotros, los siete planetas se presentaron en su forma casi humana; Tenían un tronco y cinco extremidades, tenían ojos y orejas, nariz y boca, hasta dedos en las manos y en los pies, pero eran de metal y tenían movimientos pocos acostumbrados y lentos, tal vez pacientes. Venus era blanca y rosa, Júpiter era naranja y marrón, después solo recuerdo tonos verdes, azules, turquesas y rojos entremezclados hacia la derecha. Pisábamos tal vez el suelo de mi patio pero apoyábamos nuestras espaldas en una porción de universo, se sentía raro estar en varios lugares al mismo tiempo.

            Y de repente, y por primera, vez giré la cabeza y despegué mis ojos de planetas y satélites para mirar a mi familia. Con una sonrisa importante volví a voltearme y entonces todo se puso negro, desperté del sueño y me vi entre cuatro paredes, con fechas, nombres y asuntos en la cabeza y no quise reincorporarme, solo miré hacia otro lado y seguí durmiendo, intentando volver a soñar.      

La incomprensión de la retórica virtual.

        Los poetas de la actualidad juegan a este juego de enviarse fragmentos, citarse párrafos y recitarse canciones por el simple placer de hacer bien. Los poetas de la actualidad aún carecen de profesión en su lírica, pero establecen sus reglas y, a sus modos, crean una historia. Su poesía nace en lo cotidiano de sus palabras y aún no ha tomado forma en la expresión artística. Pero la evocación poética está en la forma en la que escriben, en el tipeo constante y rítmico de las teclas y en la música que, probablemente, estén escuchando desde un parlante que apenas suena en mitad de la madrugada. 

Al poeta lo inspira su propia incertidumbre, el arte de antaño y lo rápido que se mueven las cosas hoy en día. Una nueva frase, un click, y ya es transmitido el producto a un receptor que estaría esperando. A los pocos segundos las indicaciones del mensaje leído se transformarían en un aviso sobre la escritura de una respuesta y, por último, las nuevas palabras retroalimentando el circuito comunicativo dirían algo que estimularía un arte aún incomprendido por los mismos artesanos.
Y los artesanos serían miles, sin saberlo, con las manos divinas gastarán las teclas en palabras que se pierdan en lo coloquial de un saludo o lo aburrido de una consulta estudiantil. Pero de vez en cuando, entre el potencial artesano y su par, ingresará un elemento que ha sido motivo de creacionismo a lo largo de toda la historia. 

El elemento recorrerá los cuerpos de los  actantes y se filtrará por la punta de sus dedos  y a través del teclado. De allí viajará esparcido en la no materia hasta que un circuito le dé lugar a ese elemento expresado en palabras. Y luego el artesano tendrá que esperar a que su mensaje haya sido enviado, leído y quizá respondido.   Probablemente en poco tiempo, el otro habrá masticado la obra del artesano y contempla su devolución.  De esta misma devolución depende la fecundación de un elemento que luego sería el motor del mecanismo artístico.  Es quizá este el período más incierto del proceso, pero el más entretenido para los involucrados.

Nunca hubo regla exacta para la formulación de las palabras y sus devoluciones, pero probablemente, si detrás de alguna de estas idas y vueltas los dos actantes sonrieron con sinceridad, la chispa habrá sido encendida y el elemento bullirá, conductivo de la energía creadora de ambos artesanos por igual. Ellos se verán obligados a afinar su arte para estimular la dispersión de ese elemento placentero que causaba tanto temor perder.  

En el cortejo virtual, enjambre de enlaces a escritos on-line, videoclips musicales y eventos a los cuales poder asistir, se dirán y se harán muchas cosas que enciendan el vapor necesario para mover la maquina que, cual carrusel antiguo, llevaría a cabo el proceso. 
De allí desprenderá la autoría de cada hombre o mujer, el estilo de cada individuo y  las marcas de autor que cada trovador o poetiza. Y todo aquello decantará en el entramado de este arte inconsciente que con el pasar de los minutos irá aumentando su caudal de caracteres. 
Y allí, a los afortunados, se les relatarán sueños, se les contará historias, se le informará sobre asuntos interesantes y se debatirá la opinión sobre política, deporte o espectáculo. Con caricias cibernéticas y conversaciones cada vez más públicas, la afinidad crecerá y allí, en el historial olvidado en el pasado, quedará imborrable como quien pintó las cavernas de la prehistoria, el registro de ese acontecimiento que será poco enaltecido y poco recordado con magnanimidad en el correr de las horas. 

Serán algunos, los interesados en la expresión de esta materia prima inestable y de su posible transposición en el lenguaje de las bellas artes, los que utilicen sus manos para componer en las otras artes lo que ocurre en el medio inexplorado de la virtualidad cibernética. Serán estos los que darán el primer paso a la comprensión de la poética moderna de los artistas emergentes de la web. Quizá los escritores publiquen en blogs, los músicos suban su material a bandcamp y los fotógrafos a flickr y allí quedará, también inmortalizado, el registro de las primeras contemplaciones poéticas de actos que aún no han sido considerado poesía.

Composición.

Componer. A Ritmo lento, componer.

Componer como compone él. Él compone con sus dedos, con sus dedos, su mente y su corazón. "El mediador entre la cabeza y las manos es el corazón". ¿Qué pasa por su corazón? ¿Y por el mío? ¿y qué hay de las mentes? Son lo más fuerte que tenemos pero. ¿Pueden ellas limitar, transformar, mutar esa otra fuerza que nos aplaca desde todos lados? ¿Es esa fuerza realmente algo externo? A veces digo si, a veces no puedo. ¿Controlar el amor? ¿Amar el control de todo? No está bien, eso creo... Dejarse fluir, los conectores vendrán después. Por el momento seguir corriendo con los dedos para que el papel no se nos aburra: cansado debe estar, de leernos, de leerme. Todos contamos la misma historia, la diferencia es el cómo; Al fin y al cabo, todos contamos nuestra historia por medio de la de los demás. No vemos películas ni leemos libros por inercia, nosotros sabemos que si un libro nos gusta - un libro o cualquier obra - es porque en él encontramos una parte de nosotros.

¿Por qué partes? ¿de qué partes estoy hablando? ¿Somos partes? Me canso de hablar de la totalidad - Mentira, no me canso - y ahora hablo de "partes", no entiendo. Nunca entiendo. ¿Conozco todas mis partes? ¿Alguna vez alguien conoció todas sus partes? Yo creo que no, porque siempre buscamos afuera partes de nuestras partes, vemos películas, escuchamos canciones, buscamos que sus partes sean las nuestras y que ellas completen lo que por naturaleza (sabia naturaleza) tenemos vacío. ¿Por qué sentirse vacío se pone en comparación con ESTAR MAL? No está bien eso. Deberiamos aprender de los vacíos, para algo están ¿no? va... todo está para que aprendamos. Incluso él.


"Tengo tanto para aprender de vos que no sé por dónde empezar" tarareo mientras escribo, escribo y pienso, y siento. Manos, corazón y mente alineados fluyendo hasta el papel que no es más que papel. Escribo, creo, creo, descreo, compongo. Él también compone. Todos componen de alguna manera, pero definitivamente es su manera de componer - o quizá de sonreir - lo que me lleva a componer. A ritmo apurado, componer. 

Carlos.

         Carlos camina por la playa, su cuerpo siente la espuma del mar caribeño y la arena húmeda colándosele por los dedos, la brisa es cálida y el sol agradable pero su mente no viaja con él, los ojos de su alma miran su propio vacío y lloran de angustia. Ese día había sido muy malo para él, sumado al hambre y al ardor de las rodillas raspadas que lo azotaron durante toda su corta existencia, hoy había encontrado algo que a cualquiera hubiese lastimado: La decepción.

            En su caminar llevaba los brazos caídos y en la mano derecha tenía enroscado el rosario que había sido de su madre hasta hace unas horas. El crucifijo rasgaba la perfección de la arena y dejaba una diminuta línea que lo dividía a él del resto del mundo, porque en la playa había algo de gente, pero él estaba solo.
            Los dedos del pié le dolían un poco, pero no iba a dejar de caminar porque no había encontrado lo que estaba buscando. La búsqueda hubiese sido más fácil si él hubiese sabido lo que buscaba, pero como estaba acostumbrado al vacío y al “sin razón” simplemente continuaba avanzando. De repente sus ojos divisaron un lugarcito acogedor entre unos árboles, se acercó y buscó reparo en esa sombra verdosa, se sentó en una piedra que le resultó muy cómoda y se puso a contemplar el mar con el mentón apoyado en las rodillas. Ese era el lugar perfecto para enterrar el rosario. Luego de haber terminado se quedó unos minutos vertiendo arena seca sobre la ya removida, usando sus dedos como tamiz, quizá porque así pasaba el tiempo y se distraía, convirtiendo sus manos en un reloj de arena. Realmente no quería continuar enterrando las otras cosas que debía enterrar. De repente apretó un puñado y comenzó a bañarlo, sin voluntad, de lágrimas.

            No lloraba por la muerte, no lloraba por su pérdida, no era realmente eso lo que le estaba calando el pecho. De todas maneras, ya había llorado lo suficiente por la enfermedad de su madre y la había perdido mucho tiempo antes de su fallecimiento. Lo que le hería en la boca del estomago era la misma decepción.
            Sabía muy poco sobre ciencia, política o religión, pero después de hoy, ya no le creía a ninguna de las tres bestias. Entendía poco de política, pero le bastaba saber que ella no hizo nada por su madre, o por la de muchos más,  ni tampoco hizo nada por su pobreza, o por la de muchos más. Ignoraba totalmente los conceptos científicos, pero le alcanzaba con entender que ni la mejor medicina pudo salvar a sus seres queridos. Por último, había estudiado y practicado la religión católica desde pequeño, pero ni sus rezos más profundos habían curado sus dolores o llenado sus vacíos.

            Cuando no hubo más lágrimas que expulsar cayó rendido en el suelo y durmió. Lo despertó la risa de algunas personas a su derecha. Cuando abrió los ojos y los contempló, se encontró con un grupo de ancianos que se mofaban de su somnolencia, ellos habían interrumpido su sueño y lo habían traído de vuelta a la cruda realidad, pero no podía decirles nada, eran mayores a él y debía guardarles un hipócrita respeto. A pesar de los gritos que querían salir por su boca, se limitó a mirarlos lastimosamente para luego posar su mirada en el brillo del mar.
            Los días pasaron y Carlos regresaba todas las mañanas a esa piedra, pasaba por lo menos cinco o seis horas mirando las olas, pensando y acariciando la arena con la yema de sus dedos. En ese lugar había encontrado la herramienta para llenar su vacío, su soledad. Pero esto no era más que un sueño, un sueño que esperaba algún día cumplir.

            Así su barba creció, esperando el momento en el cual su sueño se hiciera realidad. No deseaba más estar solo, pero ninguna relación le era suficiente, necesitaba a alguien tan vacío como él para realmente confiarle su ahuecada alma. Dejó de lado amigos, pretendientes y compañeros de trabajo por su playa, nadie lo entendía y terminó quedándose más solo que antes.
            A él no le molestaba esperar, no le tenía miedo a esperar como tantas otras personas que había conocido. Sabía que había más soñadores en este mundo y su sueño era encontrar a uno de esos. <<Si al fin y al cabo “el que espera desespera”, “soñar no cuesta nada” y “para salir a flote hay que primero tocar fondo”>> solía decirle a cualquiera que lo cuestionara.

            Una noche llevó a alguien a su refugio, era una mujer que había conocido en una fiesta, ambos habían tomado bastante y trastabillaban con la arena. Él vio en ella algo especial, sintió que era la indicada para expresarse sinceramente, pensó que en ella estaba el resto de su vida y el de las vidas próximas también. En sus ojos encontró el murmullo de un sueño y en su pecho el amor que curaría sus rodillas raspadas. Entre besos apasionados comenzó a desvestirla, pero se detuvo al ver su cuello, colgaba de él un rosario que se perdía en su cuerpo. Instintivamente se lo arrancó y lo arrojó lejos en dirección al agua, luego se sentó en su piedra y no despegó sus ojos vertientes de lágrimas del oscuro oleaje. Ella lo vio por última vez y encontró en sus ojos una constelación dominada por el caos, encontró en su pecho un lánguido fantasma y huyó.

            El tiempo siguió pasando, su sueño siguió creciendo. Cada vez podía dedicarle menos tiempo a estar allí sentado y cada día su indignación hacia las tres bestias crecía más y más. El tiempo le blanqueó la frondosa barba y le platinó la cabeza.
            Un día caminaba hacia su lugar en el mundo, con la arena húmeda colándosele por los dedos y la brisa cálida del Caribe golpeándole en la cara cuando al acercarse a dicho lugar, vio a un grupo de ancianos riendo; señalando a un joven que, acostado al lado de su piedra, dormía con los ojos hinchados del llanto.
            Los hombres que se mofaban del durmiente le trajeron a la cabeza muy malos recuerdos, le hacían sentir igual que el día de la muerte de su madre, pero esta vez esos viejos no eran lo suficientemente viejos como para superarlo, él llevaba más años encima, por lo tanto, no debía guardarles ningún tipo de respeto. Así fue cómo juntó valor y los enfrentó, los señores no reaccionaron del todo bien y no se compadecieron del demacrado Carlos, lo golpearon hasta luego de haber caído al piso y después simplemente se marcharon con aire de ganadores. 

            El joven despertó y al ver a un anciano extremadamente flaco doblado sobre su cuerpo en la arena corrió a socorrerlo, lo ayudó a caminar hasta los árboles y lo sentó en el suelo. Le dio un poco de agua que tenía en una mochila y le preguntó cómo se sentía.
            Carlos no quiso contarle lo que había hecho, no por la vergüenza de la derrota, ese tipo de cosas no le importaban hace tiempo, si no porque recordó lo mucho que había incrementado su decepción y su vacío el despertarse y encontrar a un montón de hombres mayores riéndose de un soñador y quiso evitarle al joven el desesperante sentimiento que lo había marcado tan profundo.
            Simplemente le habló sobre una pandilla de adolescentes maleducados con ganas de golpear y evadió el tema al instante. No se sentía tan dolorido como antes así que se reincorporó y llevó al joven hasta su piedra, se sentó en ella y comenzó a contarle un poco de la historia que había atestiguado ese lugar.
            Al joven le brillaban los ojos, sentía que ese señor era él mismo unos años mayor, compartió algunas de sus penas con Carlos y rieron de algunas anécdotas en común.
            Carlos remontó su historia hasta el día en el que conoció su refugio y le contó al chico sobre los restos de un Rosario que deberían estar enterrados muy profundo en la arena, hizo ademán a sus pensamientos sobre el sistema político, sobre la incompetencia científica y sobre la manipulación religiosa que había descubierto con la madurez.
            El joven parecía tener cien historias que contar por cada pensamiento del viejo. Intercambiaron risas, ideas e historias hasta que la noche les entró por los ojos y no pudieron seguirse viendo, en ese momento se quedaron simplemente contemplando el cielo estrellado y sin luna. Esta vez el silencio no era un silencio solitario, era uno apacible y relajado que se encontraba surcado por respiraciones tranquilas y con sentimientos de satisfacción y realización personal.

            La mañana se hizo notar, pero solo para uno de ellos amaneció. El joven, aún con lagañas en los ojos, se quedó contemplando el cuerpo inmóvil de un hombre al que se le había olvidado quizá respirar o latir de la emoción. De todas maneras, él sabía que ese hombre, su amigo, había dejado este mundo con una soledad saciada y un sueño cumplido, un sueño que de tanto soñar se volvió una realidad eterna tan perfecta de la cual no era placentero despertar.