Observo el gris en el cielo y siento el frío del viento correr entre
mis piernas, mi cuerpo desnudo soporta la inclemencia y la recorre con un poco
de melancolía y otro poco de añoranza.
No quiero regar más las mismas plantas y recibir, año tras año, las
mismas primaveras.
Quiero magia
en cada fruto y magia en cada flor, quiero otoños de disfrute en donde la
cosecha recogida nos dé de comer nueces y almendras.
Es tonto, pero quiero, ante todo, los chocolates y la chimenea, las
películas malas y las frazadas compartidas, aprovechar el sol en cada mañana y
que solo en las noches me falte el calor.
No quiero arar más este eterno páramo en donde mis semillas no logran
fecundar.
Quiero la
providencia de la tierra prometida o un simple peral para las mermeladas. Es
tonto, lo sé, pero ya me duele el estómago de ese ajenjo amargo mezclado con
hielo que tomamos en cada encuentro. Y además, la máquina de arar se ha oxidado
toda.
Oh, claro, el invierno. El invierno y yo, nevando.
Mis dedos fríos, helados, ruegan
por el vapor de una ducha que me arrugue la sensibilidad, que ablande cada una
de mis extremidades y relaje mi espalda torcida.
Es hora de
moverse, aceitar los engranajes y vomitar el óxido que el estar estáticos nos
provocó. Es hora de moverse y dejar de conformarse con el movimiento de la
lluvia que- a falta de lágrimas- supo saciar nuestras pasiones y apagar
nuestros incendios.
Y la lluvia, que se encargue ella de regar nuestro jardín porque yo ya
estoy para otras cosas, la regadera se me ha oxidado mientras la sostenía y
hasta mi mano está carcomida por la inestabilidad del metal erosionado, frío y
frágil.
Y la regadera, vacía y seca, no llora; Espera. Espera llenarse de la
lluvia que la alimenta con todo su amor de tormenta y con sus caricias de madre
naturaleza. Las gotas resbalan por su cuerpo y descascaran su pintura, agrietan
su piel y la marchitan.
Y yo, Yo no quiero eso para mí, el óxido en mis manos que no se
extienda más allá porque yo ya he dejado de esperar la cosecha idílica que le
prometí a tus campos.
Me orino encima para experimentar un poco de calor. Con los pies
hundidos en tu tierra que ya ha echado a perder hasta la más pura de mis
semillas, disfruto. Siento el óxido desprenderse de mis manos, siento la lluvia
lubricando mis ojos y lloro. Estoy húmedo, pero cálido por dentro. Te escupo y
río, el rencor se va con cada una de mis maldiciones, pateo el barro y
enchastro mi cuerpo. Comprendo, recuerdo
y me tiro al suelo. Hundo mis dedos y atravieso tus fríos estratos, lastimo mis
uñas, vuelco mi sangre y no me importa, es lo más parecido a un abrazo que te
puedo dar. Te amo, pero siento el óxido, una vez más, creciendo entre los dedos
de mis pies.
Oh, claro, el invierno. El invierno y yo, oxidado.
Es hora ya, de que el cuerpo se lubrique, se mueva, transpire. Es hora
de que la saliva arda bajo la lluvia y que nuestros fluidos caigan al suelo,
abonen la tierra y promuevan la fertilidad.
No puedo seguir siendo el espantapájaros harapiento que aleje las aves
de carroña de tu jardín, tengo pies para avanzar y voy a hacerlo. Trabajar
otros campos, enterrar en otras tierras las semillas que beso antes de arrojar.
Quizá simplemente sean mi semillas las que no quieren germinar pero ¿Por qué
seguir entonces? Mejor me marcho.
Sin hacer más escándalo y dándote la espalda me pierdo en el horizonte,
no sin antes dejar caer de mi brazo la última muestra de afecto. Una esperanza
añeja abre mis dedos y se pierde en el barro la última semilla que estoy
dispuesto a regalarte.