martes, 7 de enero de 2014

Matar a Cupido

Cuando inició su travesía llevó consigo una mochila vieja y un corazón roto. Se propuso a sí mismo dejar en el camino la marca de su paso, se propuso a sí mismo ser un héroe, como siempre había querido. Por las noches soñaba con la grandeza, con entrevistas en la televisión y su nombre en todos los libros de historia. En un arrebato de soberbia y majestuosidad se vio a sí mismo gobernando un mundo utópico. Pero tarde o temprano tenía que despertar, ver la tierra que le ennegrecía los codos, tocar el pasto húmedo que le helaba los huesos en la madrugada, levantarse y seguir.
Al partir no dio explicaciones, no buscó justificarse, simplemente se despidió y se fue. Abandonó su hogar porque su habitación se había convertido en una sala de tortura. Su rutina se había vuelto su calvario, no porque renegara de la rutina, sino porque todas las mañanas eran malas ahora que desayunaba solo, ahora que al abrir el placard la mitad de las perchas estaban vacías. Cada noche le encadenaba pesadillas en la mente y le mojaba la almohada, la cama no era más que su propia barca de Caronte. Pero Caronte no estaba, no estaba su madre, ni su hermano, tampoco Sara, la pequeña perra sin pedigrí que había recogido de la calle cuando tenía doce.
Las rodillas le temblaban y la piel se le pegaba a las costillas, el hambre y la barba eran dos cosas que nunca había tenido. Cada piedra en el camino lo hacía más fuerte pero le raspaba aún más los tobillos. Esa mañana se sintió derrotado, olvidó su misión y su grandeza. Se detuvo a observar el horizonte y el dolor se expandió desde su pecho hasta llegar a su cabeza. Ahí recordó aquella otra mañana en la cual armó un bolso y partió guiado por esa misma vibración en el pecho que ahora le hacía sudar en frío. Sintió a la brújula de su corazón perdida, desorientada y derramó una lágrima antes de desplomarse en el suelo.
Había sido siempre un tipo de oficina, nada especial, ni grandilocuente. Solo un obrero que rompía su espalda para sobrevivir. Sus metas no eran nada de otro mundo; casarse, tener un hijo, comprar una casa con patio amplio, adoptar un perro de la calle y armar todos los veranos la pileta de lona para refrescarse por las noches. Por miedo a lo desconocido tardó en enamorarse, tuvo que llegar  La Indicada para que pudiera sentir el fuego en su pecho y las mariposas en el estómago. De pequeño su madre le decía que cuando menos lo esperara Cupido le lanzaría la flecha que lo marcaría con la más hermosa cicatriz que pudiera soñar. Y él esperó, sin muchas ilusiones,  y hasta descreído por momentos, conformándose con  relaciones vacías que solo satisfacían su sexo. Pero cuando vio a La Indicada cada una de las palabras de su madre resonaron en su cuerpo y entrar en el de ella fue como volver al vientre materno. El primer regalo que le hizo fue una postal rebosante de cursilería que caricaturizaba a un cupido simpático con un manojo de flechas en su mano.
Al abrir los ojos no recordaba dónde estaba, qué hacía allí o cuál era su nombre. Tampoco recordaba el de ella pero podía sentir la marca de la que su madre le había hablado cuando niño. Era una marca profunda que ya no generaba la adrenalina de estar hamacándose a grandes velocidades, sino más bien se sentía como el ardor que provoca el hielo seco al tocarlo.  Ahora que ya no estaba, La Indicada no era más que una marca, había dejado de existir y pronto la  barba seguiría creciendo hasta tapar la cicatriz, cubrir el pecho y enrejar el corazón. Quizá así el dolor de su pecho se iría, el de su cabeza curaría en pocos días; Al parecer la pérdida de conocimiento le había hecho caer sobre una roca, por eso le dolía tanto, lo que no comprendía era las vendas alrededor de la herida y la habitación de paredes de barro, iluminada con velas en la que se encontraba. Un hombre mayor entró en el cuarto y se acercó a él, su barba era mucho más larga y blanca, al instante él se puso a pensar en la cantidad de penas que podría cubrir esa barba y soñó despierto, con la grandeza de su barba, con la barba más larga del mundo, las entrevistas en la tevé y su nombre en el libro de record guiness. El anciano le preguntó por qué sonreía y él se sintió un poco tonto.
Como no podía ser de otra manera, la noche en la que La Indicada lo dejó el cielo lloró con él. Las goteras del pasillo de su casa fueron su única compañía en esa primera noche de soledad después de tres años de relación y convivencia. Tras el desgarro de su alma decidió rasgar, también, las fotos, los regalos y todo lo que le recordara a ella. Revolviendo los cajones encontró la postal con el cupido, y vio en la sonrisa del angelito gordo y con pañales una gota de sadismo, vio en su mirada la picardía de un dios que lleva al hombre a la perdición. Vio en Cupido, al mismo diablo. Rompió la tarjeta en cuatro y exclamó “Debo matar a cupido”.
Miró al suelo cuando se lo dijo al anciano, pero este se rascó el mentón y negó con la cabeza.
-No podrás matar a Cupido - Le dijo el viejo - Cupido ya ha muerto, se ha suicidado.
Confundido y perturbado él se sentó en la cama, miró al viejo con seriedad y este le sostuvo la mirada. No parecía estar bromeando. Derramó una lágrima y un par de preguntas.
-Yo supe ser como usted, jovencito –Lo consoló el anciano- Mi corazón era un rompecabezas con piezas extraviadas cuando emprendí mi viaje en busca del verdadero amor.
-Pero yo no busco el verdadero amor, lo que yo quiero es que nadie decida por mí a quién deseo amar. Lo que yo quiero es que Cupido muera, para que todos podamos amar sin leyes ni mandatos. Y quiero que su sangre corra por mis manos para que al alzarlas el mundo entero agradezca mi labor- El viejo ríe y el sonido reverbera en las paredes de barro.
-Cupido a muerto, no hace mucho, se ha cansado del mundo, se ha cansado de lo mal que usamos los hombres el amor. Ha visto como muchos creen estar flechados cuando en realidad solo están obsesionados. Y luego, cuando las cosas salen mal, se olvidan de todo lo bonito y descreen del amor, se enojan con él y… se vuelven duros, fríos y malvados, tanto así que ni a sus hijos pueden proveerles de verdadero amor.
Él se quedó en silencio. Respiró profundo y volvió a recostarse. Por la mañana abrió los ojos y su pecho le latió con fuerzas, huyó sin despedirse otra vez, guiado por la brújula de su pecho que le indicaba la dirección y a cada paso lo convencía aún más de que el viejo mentía.
Los días pasaban y cada vez se sentía más fuerte, más convencido e impulsado a seguir. Y así continuó caminando y recorriendo el mundo hasta que sus rodillas volvieron a temblar, se detuvo en seco y una gota de sudor le cayó desde la sien hasta el cuello. Miró al frente y su corazón le dijo “Es aquí”. Observó entre algunos árboles y divisó una pequeña pirámide de piedra cubierta en musgo con un umbral en una de sus paredes. Mientras se acercaba el corazón le latía más y más fuerte, le fue imposible no sonreír. Apretó sus puños a un costado y entró corriendo por el umbral.
Cupido yacía sobre el suelo y un rayo de luz caía en su frente desde la punta de la pirámide. Él giró su cabeza y lo miró a los ojos, exhalo una última bocanada de aire y dejó de moverse. En una de sus muñecas tenía clavada una de sus flechas, otra en el pecho y una tercera en el vientre. No había, siquiera, una gota de sangre y en su mano derecha sostenía un papel doblado en varias partes.
Dando pasos torpes, se acercó al cadáver y en su camino tropezó con el arco desvencijado. Al caer su mentón se abrió por la mitad y la sangre comenzó a salir a borbotones. Un hilo rojo y brillante como nunca había visto antes manó desde la oreja de Cupido, se volcó en el suelo y formó un charco que al poco tiempo se fusionó con su sangre en el empedrado.  Arrodillado y con los harapos (pegoteados en polvo y sangre) que llevaba de atuendo se arrastró hasta la mano de Cupido. El primer contacto le pareció frío y lejano, como tocar el lomo de su perra Sara en esa mañana invernal en la que decidió no despertar jamás.
Acarició con cariño su mentón imberbe, su cuello y su pecho, y notó que allí aún vivía un ápice de calor y brillo, pero no era humano. Pudo sentir la energía de Cupido cosquilleándole la yema de los dedos y llegándole al corazón, asentándose allí mismo donde en su pecho yacía la marca que La Indicada le había perpetuado. Se separó del cadáver por miedo a amarlo, por miedo a su calor y su vibración imperceptible. Observó el papel entre sus manos y lo tomó. Comenzó a temblar y a sentir sudor entre sus dedos, el miedo que ahora sentía era un miedo distinto. No era como ser niño y quedarse encerrado en el ropero, no era como que se corte la luz en una madrugada de tormenta, era totalmente distinto, porque no era miedo a la oscuridad. Por cada desdoble del papel el corazón se le enfurecía de pasión, no quería leer lo que en sangre escrito allí se encontraba pero lo hizo de todas maneras, porque ya no podía evitarlo.

Oh calamidad de antaño, recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento. Ruego a ustedes me encuentre su luz, su oscuridad, su magnánimo poder que todo lo calma y todo lo apacigua. Oh heridas del alma que son santas, que no sangran, que no sanan, heridas del alma que aún así duelen y perturban la pureza de mi corazón, desaparezcan, váyanse de mí. Les ruego, poderosos del otro lado, acaben con mi calvario que ya he cargado esta cruz por mucho tiempo, no me castiguen por ello, a mí, que soy el amor, entiéndanme; Tengo razones para morir.
¿Para qué continuar? ¿De qué serviría? Si el amor es más para el hombre un arcón de doblones de oro que una canción improvisada. ¿A quién le debo mi labor? Si por cada flecha, que me astilla los dedos y el corazón, hay un hombre enfadado. Si por cada penetración de amor puro y solemne hay otra de libidinosa atracción carnal. Si por cada confusión en el hombre, he de ser yo el culpable. Si por cada hombre enamorado hay una cadena y por cada cadena una marca imborrable en el alma del mismo. ¿Para qué seguir? Denme respuestas, las necesito o el silencio se encargará de convertirme en polvo y oh, calamidad de antaño, recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento volveré a ser nada y desde la nada no podré ser amado.
No comprendo, divinidad suprema, si es tan fácil amarme. Si es tan simple recibir mi amor. ¿Por qué desperdiciarlo así? Por qué arrojarlo a la basura y pisotearlo como si cada una de mis flechas no me dolieran a mí tanto como a quien disparo. ¿Por qué no comprenden? Hazlos comprender porque cuando el amor muera solo su recuerdo los mantendrá vivos y yo… yo no puedo continuar. Entiendan al amor, que no aguanta más, que no se siente útil o apreciado. Entiendan al amor y perdónenlo por las flechas que a él mismo se infiere.
Perdónenme, pero he encontrado la respuesta; solo el amor puede matarme y con amor, solo con amor, dejo que mis flechas me atraviesen y acaben con este ser tan imperfecto que solo quiso cumplir su misión y que conmigo muerto acabe también el amor en todo el mundo porque no puedo seguir compartiendo mi esencia con quien no pueda manejarla. Mis últimas tres flechas las dirijo hacia mi cuerpo porque, aunque sea en mi lecho de muerte, quiero sentirme amado”

En la carta hay un manchón de sangre en lugar del punto final. Pero al papel le falta un pedazo y él lo nota. Lo deja caer al suelo y observa el cuerpo divino de Cupido. Intenta tocar con sus manos la luz que le llega a la frente y luego envuelve su cabeza en un abrazo. Cupido comienza a sangrar por su muñeca, por su vientre y su corazón. El cuerpo se le enfría por completo y el brillo y candor de su pecho solo continúa en el cosquilleo de los dedos del hombre, este besa la frente de Cupido y la luz se le vuelca en la nuca desde lo alto de la pirámide. Allí siente esa luz colándosele por los poros y fluyéndole por la sangre, llegando al corazón y encontrándose con ese cosquilleo que Cupido le había provocado. De repente su cuerpo entero estalla en éxtasis y siente la vibración en cada partícula de sus ser, las agradables cosquillas de Cupido ya no son ajenas, son propias y nacen desde su corazón. Siente el aleteo de mariposas, aves y dragones en su estomago, siente que el calor no lo abandonará jamás y, por último, siente que la herida en su pecho desaparece y solo puede recordar a La Indicada con la mayor de todas las gratitudes, con un sentimiento de agradecimiento y dicha irrevocables.
Se pone de pie, solemne, y la barba se le deshoja como árbol en otoño. Saca las tres flechas del cuerpo y luego lo levanta, lo aparta a un costado y toma la alforja que cuelga de la espalda de Cupido. Se para bajo la luz de la pirámide y el corazón le habla, sin utilizar palabras le dice que meta su mano dentro de la alforja. Allí encuentra el pedazo faltante de la carta.

“Oh ahora comprendo, divinidad, que no hay más que sufrimiento para mí, que la muerte no es opción y que lo he echado a perder yo también. He acusado a los hombres de la peor de las ultrajas y no he visto, porque cegado estaba, que yo también estaba pecando. No concibo que la culpa me castigue, no concibo que nadie me castigue porque he hecho lo que debía hacer. Pero ahora comprendo que mi cuerpo puede soportar mucho más pesares de los que yo creía y que aunque la muerte nunca pueda encontrarme quizá sea alguien más quien me encuentre y así yo podré compartir todo esto que he aprendido sobre el amor. Porque claro, matarme con mis propias flechas, aniquilarme con amor ¿Es eso posible? Que idiota fui, si el amor es para uno y es para todos, no es para mí ni para ninguno de los hombres, simplemente es para todos. Sepan o no aprovecharlo, el amor debe estar allí para ellos y ahora, oh  calamidad de antaño, recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento solo existes tú. Y conmigo aquí postrado, inmóvil, inútil los hombres se están matando, rasguñando pieles y paredes para conseguir como mineros en lo más profundo de su inmundicia, un poco de amor que, como el oro, les llene los arcones.
Que mis lágrimas me sequen y me hagan sufrir más, porque solo así seguiré entendiendo mi función en este mundo, solo así comprenderé del todo, que Cupido no puede morir jamás.”

Y ahora sí, un punto final da por terminada la carta, junto a las marcas de dos labios que besaron el papel. El hombre mira a Cupido y este no respira. Se acerca a él y derrama sus lágrimas de enamorado sobre el cadaver. Se coloca la alforja al hombro, guardas las flechas y se pone de pie. Toma el arco y un estallido de luz lo ciega; Desde lo alto de la pirámide lo encandila una luz distinta, una luz que se refleja en cada una de las paredes internas y que llega a él desde todas las direcciones. Cierra los ojos por un momento y siente la luz filtrándosele por los párpados y dejándolo ciego.
Aún deslumbrado, tantea con sus pies el suelo empedrado para dar pasos cortos. La luz cegadora se ha ido. Llega al centro de la pirámide y afina la vista; Observa sus manos, limpias y perfectas. Observa el arco que en una de ellas sostiene y ve, que este ya no está desvencijado y viejo, sino que brilla con un lustre divino que le provoca placer al tocarlo. Observa el cuerpo de  Cupido y ve, que en su lugar, hay una fuente de agua.
Se acerca a la fuente y moja sus manos en ella, se lava la cara pero la encuentra impoluta. Se enjuaga la cabellera pero la encuentra recortada y sedosa.  Se mira en el reflejo del agua y comprende; Cupido no puede morir jamás.