En
la pared detrás del piano de cola marrón se exponen las fotografías que a lo
largo de su vida habían ocupado un lugar sobre ese viejo tapizado beige bien
iluminado.
A la derecha, bastante arriba había un
portarretratos mediano con un marco metálico lujoso, bonito y un poco
ennegrecido por el tiempo. Allí había una mujer retratada hasta su pecho con un
vestido rojo muy brillante, una sonrisa deslumbrante con los labios rojos y un
cabello corto, rubio y alocado.
La mujer tenía unos cuarenta años y la
foto, al día de la fecha, diez más. La expresión alegre y jovial que contagiaba
el júbilo y las ganas de reír se manifestaba en varias de las fotografías.
Había una, en particular, una que llamaba
mucho la atención por lo nueva que era, parecía hasta expendida por una
impresora casera de buena definición. En ella estaba María Angélica Ianello de
Vals, con toda su elegancia parada en un camino empedrado, con un vestido negro
y un tapado de piel ostentoso y sin dejar de utilizar los accesorios de manera
correcta; La pequeña cartera colgando del antebrazo izquierdo, la gargantilla
brillando en el cuello tostado a pesar de lo espesa y fría de la noche en la
fotografía, los guantes blancos en ambas manos y el marido agarrado por el
codo.
En otra de las fotos, sin marco pero con un
vidrio limpio y reluciente, María Angélica estaba agarrando por el codo a otra
persona, era un niño rubiecito y semidesnudo, el pequeño miraba hacia un
costado sonriente y de su inmenso pañal salían dos piernas regordetas que se
perdían en el césped bahiano. A la sombra de un árbol frondoso, María Angélica
y su corta cola de caballo atada en lo alto de la cabeza rubia, se encontraba
con su nieto, sentada en el suelo en la posición del loto, con un pantalón de
lino marrón claro y una camisa completando el conjunto. Detrás de ellos, muy
cerca del árbol, se encontraba de pie un hombre con anteojos con una chomba
verde agua y un pantalón beige.
Este mismo hombre, en otra foto un poco más
grande y con un discreto marco de madera, se encontraba a la izquierda de la
mujer al borde de una mesa. A la derecha de ella había otro hombre que se le parecía,
ambos eran jóvenes y tenían su alegría contagiosa al igual que la mujer que
rodeaban, quien, con una camisa blanca e impoluta de seda y un pantalón tiro
alto de color crema se encontraba inclinada sobre una gran torta de cumpleaños
con una velita plateada en el centro. De su cuello colgaba una pieza de
herrería dorada y vistosa que caía con elegancia hasta hacer pender una piedra
roja y brillante a varios centímetros del mentón.
Este mismo collar lucía una señora que
posaba en una pequeña y cuadrada foto al lado de una niña rubia de cabellos
largos que, portando la misma sonrisa que María Angélica, escondía sus manos en
la espalda y levantaba el mentón con alegría. Lo otro que lucía la señora eran
las arrugas y un cabello blanco y como de brushing humedecido que se enroscaba
en un rodete tosco en lo alto del pelo. Con una seriedad incuestionable y una
mirada casi de soslayo los ojos oscuros de la mujer estaban clavados en la cámara
y brillando en lo pálido de una piel bañada por el sol de la ventana en la que,
con solemnidad, apoyaba el codo izquierdo.
La
fotografía estaba bien iluminada pero, a pesar de esto, se perdía en lo
magnánimo de los otros cuadros. Su resolución denotaba una tecnología hoy
obsoleta y su estado de conservación el de un objeto que ha pasado por muchas
manos y muchas cajas hasta llegar al lugar donde está. El pequeño
portarretratos era de un metal plateado y brillante que se había percudido en
las partes profundas de cada muesca tallada.
Quizá
por lo lindo que le queda el reflejo de la luz, o quizá porque así quedaron
agrupados los únicos dos marcos metálicos de la colección, es que a esta
pequeña fotografía se la encuentra a la derecha y bien arriba, en la pared de
tapizado beige y detrás del piano de cola.