viernes, 9 de enero de 2015

Dios de barro

¿Saben ustedes del martirio que es para mí enfrentarme al espejo con la luz encendida? ¿Acaso sintieron, alguna vez, a alguna mujer tocarles el cuerpo con asco? Asco debería sentir yo que desperdicié mis ahorros de cada semana en comprar las caricias de una dama que se lavaba los dientes con enjuague bucal barato luego de besarme el sexo. Me repugna su boca, que por más higienizada que se encuentre estará sucia de por vida, me repugna su labial negro que la hace tan sensual y, por sobre todas las cosas, me repugna mi rostro, deforme e hinchado, reflejado en los espejos.    

Algunos me elogiaban llamándome artista, compraban mis esculturas por internet y les rendían culto en las redes sociales como si fueran verdaderos dioses, mi madre nunca entendió cómo podían salir de mi cabeza esas criaturas de barro a las que yo le daba vida con mis manos, mucho menos pudo entender cómo la gente las compraba, pero aún así fue el ingreso de dinero la razón por la cual ella me permitió seguir viviendo en su casa, comiendo su desabrida comida.   

Me envolvía el rostro en capuchas coloridas y salía por la noche a hacer compras en las estaciones de servicio, no porque realmente necesitara tantos osos de peluche, sino más bien porque sabía que debía gastar mi dinero en algo, por más tonto que fuese, y no ahorrarlo. Porque luego, los ahorros se irían siempre en lo mismo, terminaría gastando el dinero acumulado en un cariño tan falso como el alma de estos peluches. Así estaba, caminando con mis bolsillos vacíos por una calle sin asfaltar cuando la vi parada en una esquina, abrigada hasta el cuello y con el rostro limpio de maquillaje. Me miró con el ceño fruncido y cruzó a la esquina de enfrente, para que yo pudiera pasar muy lejos de ella.

El barrio estaba desolado y la luz amarillenta del palo de luz teñía el panorama con esa sordidez propia del conurbano. La niña, de apenas 12 años, se escondió entre las sombras y me observó al pasar; Ocultando mí rostro en la capucha y mi erección con el osito de peluche apuré el paso y doblé en la esquina. Cuando quise darme cuenta ya había hecho tres cuadras y me faltaba el aire de tanto correr. Un miedo insoportable había hecho metástasis desde la parte baja de mi cráneo hasta el centro de mi pecho lampiño. Observé sobre mi hombro y no había nadie alrededor, dejé el peluche con el bordado que decía “Te amo” sobre un cantero lleno de jazmines y volví a la casa de mi madre, empalagado por el aroma a jazmín y sudando hasta por los pies.

En la seguridad de mi cuarto sin espejos me desnudé y me arrodillé frente a la cama, iluminé el cuarto con velas y le recé a ese dios que había inventado para mí cuando era niño. Un dios de barro que lograba apaciguar mis impulsos más oscuros y que me inspiraba a crear mis abominables obras de arte con su mera presencia en la repisa al costado de la cama. Mi primer creación; Desprolija y horrible, y a su vez perfecta y hermosa. Mi único padre y el padre de todos mis hijos de barro, que me concedía todo lo que le pedía  pero que me demandaba a cambio que despedace con mis manos las ofrendas de la estación de servicio.

-No me dejan de temblar las manos ¿Se acabará algún día? No puedo modelar si mis manos me traicionan.
- En tus manos se encuentra el equilibrio del mundo, la caótica belleza del génesis y la sagrada función del apocalipsis.
-No entiendo, necesito entender- Le dije con las lagrimas cayendo a borbotones aquella noche en que lo conocí.
-Primero debes destruir para poder crear.

Y desde entonces me dediqué a despellejar un osito de peluche por cada estatua de barro que di a luz. Mis hermosos hijos, incluso más hermosos que yo, incluso más horribles que yo. ¿Quién mejor que ellos para hacerme sentir bien?

            Arrojé al suelo a uno de mis hijos, lo estrellé contra la pared de una patada y lo reventé en mil pedazos mientras gritaba por dentro <<¿Por qué? ¿Por qué no me respondes hoy? Oh amado dios del barro>>. Lloré hasta quedarme seco y luego comprendí que el antídoto para el silencio, el antídoto para la soledad, había sido siempre el mismo.

             Caminé lento por la casa sombría y me escabullí a hurtadillas en el cuarto de mi madre. Ella dormía dentro de su escuálido cuerpo, roncaba con su tono agudo y transpiraba ese hedor horrendo que me recordaba a la leche agria. Yo odiaba el cuarto de mi madre, con su tapizado floreado y su inmenso tocador con cajones que había pertenecido a mi abuela paterna, odiaba la forma en la que se mezclaban los olores del cuerpo con los del perfume barato y dulzón comprado por catálogo. Pero lo que más odiaba era el inmenso espejo de tres hojas que coronaba el tocador. Me acerqué a él temblando y observé la cajonera a un costado, la incontable cantidad de remedios inservibles que mi madre tomaba por deporte y la pila de productos de belleza que cuidaba con más dedicación que a su propio hijo.

            Los colgajos de piel demasiado arrugada para mis 36 años, las bolsas hinchadas y los párpados caídos, lo amarillento de mi piel y lo resquebrajado de mis labios. Mi cuerpo desnudo y mi figura desgarbada; Toda mi monstruosidad enfrentándose conmigo mismo por culpa de ese espejo impoluto que mi madre adoraba como si fuera un dios creado para sí misma. Tomé el dinero de mi madre de la cajonera y huí en cuanto pude de la habitación. Mi madre no se molestó en interrumpir su sueño y yo partí sin culpas de su hogar, a pasar la noche donde más odiaba pasarla.

            Descargué toda mi ira bajo la luz roja del prostíbulo, exorcicé todos mis demonios mientras de su boca, pintada con labial negro, salían los gemidos más irreales que había escuchado. La odié por su hipocresía y la embestí con más fuerza, le apreté los senos caídos con una de mis manos y los testículos con la otra. La odie como nunca antes por la mentira de disfrutar mi cuerpo penetrando el suyo, la odié por cobrarme tan caro y, por sobre todas las cosas, la odié por ser la única mujer del mundo en aceptarme, aunque fuera con asco. Emití un único gemido, ronco y extendido, que acalló el sonido de las primeras gota de la tormenta que golpeaba el techo de chapa del antro en el que me encontraba.

            Volví a casa arrastrando los pies y con el rostro oculto en mi capucha. Pasé, como siempre, por mi calle preferida; la única no asfaltada del barrio, y observé su casa una vez más. Llovía a raudales pero se sentía bien. Desde la ventana pude verla, escondida entre las cortinas, observándome. Me detuve unos instantes y nuestros ojos se encontraron, su sonrisa virginal era algo que nunca había contemplado. El miedo se expandió desde mi pecho hasta el vientre y me retorció los intestinos, me alejé caminando apurado y ella me saludó, con su pequeña mano y a lo lejos.

            Después de caminar tres cuadras me detuve en seco, dentro del cantero de los jazmines y algo manchado de barro había un libro envuelto en papel film, lo tomé y corrí hasta mi cuarto, me desnudé al mismo tiempo que desprendía las capaz de film que protegían las hojas amarillentas. Respiré profundo entre las páginas y aprecié el aroma de libro viejo mezclado con perfume de niña, leí “El nuevo Prometeo” en voz alta y le dediqué toda mi noche a la lectura. Debajo de la palabra “Fin” rezaba escrito con lápices de colores: “Te amo”.

            Desnudo como estaba salió a la calle y las gotas de agua le empaparon el cuerpo, caminó dando zancadas hasta la calle sin asfaltar y la encontró, esperándolo en la vereda bajo el reparo de un árbol frondoso. Le tendió la mano y él se la tomo temblando. Entraron a la casa en silencio y a oscuras.

            -Mis padres no están- Fue lo único que escuchó de ella, se metieron en la habitación matrimonial y ella se desnudó para él. Desde la ventana la luz que ingresaba era extraña; no amarillenta como la de los palos de luz, pero tampoco blanca como la luz del amanecer, sino más bien azulada y fría. Él se arrodilló frente a la cama dispuesto a rezar, ella lo tomó del mentón y lo recostó en el suelo. Su corazón comenzó a latir con fuerza, cerró sus ojos y el roce de la piel le provocó escalofríos en todo el cuerpo. La niña observó su rostro monstruoso y hundió el cuchillo en su garganta.

            Me desperté ahogado por mi propio vómito y caí al suelo, el libro cayó conmigo y me atajé con las manos para no golpearme. ¿Había sido todo un sueño? Sin embargo el libro estaba allí, abierto en la última página con la palabra “Fin” impresa en tinta y el “Te amo” escrito con lápices de colores. El miedo me explotó dentro del cuerpo y se extendió hasta mis brazos y piernas, me puse de pié algo entumecido y comencé a llorar. La amaba, no había dudas. Y ella también me amaba a mí. Todo era perfecto, y extraño. La felicidad inundó mi cuerpo pero el miedo no se fue. Comencé a temblar y observé a mi dios en busca de concejo. Mi único amigo, mi mayor confidente permaneció en silencio pero clavándome los ojos penetrantes.

            Comprendí; Su mirada, el sueño. Primero debo destruir para poder crear. El más hermosos de mis hijos concebido por la hermosa niña, oh, esto es un sueño, ya entiendo, ya entiendo todo, Oh, amado dios del barro.

            Me pregunto qué se sentirá el roce de su piel, lo cálido de sus manos y el sabor de su pureza, me encanta imaginarme envuelto en sus delgadas piernas y perdiéndome en lo delicado de su cabello. Mantengo vivo el sueño en mi cabeza y experimento sensaciones nuevas de placer y de dolor mientras despellejo mi propia piel como si fuera un oso de peluche. Desintegro todo mi torso hasta no poder más y gimo de placer como nunca antes había gemido. Mi dios en las alturas me vigila con su temple de barro, desde mi lecho en el suelo lo siento orgulloso por la ofrenda. Hundo mis dedos en lo profundo de mi carne y logro tocar mi corazón.


¿Me mirará mi madre con Asco cuando me encuentre así? ¿O entenderá ahora que soy un ser perfecto? ¿Comprenderá que por dentro no soy distinto al resto? ¿O que mi sangre derramada es la suya? No lo sé, pero quizá simplemente limpie la sangre, alquile mi habitación, queme todas mis cosas y me recuerde, para siempre, con el mismo asco que le tienen las niñas a su primera menstruación.  

domingo, 29 de junio de 2014

Un golpe de horno.


Quizá crecer sea aprender a dejar el pan en el horno y no pasmarlo por sacarlo antes de tiempo.

La niebla en la calle te recuerda a una película de terror; desde muy pibe tenés la fantasía de salir con un bate de baseball a reventarle los sesos a los muertos en vida, pero vamos, seamos sinceros ¿De dónde sacarías un bate de baseball en calchaquí y gutierrez? El conurbano no conoce los bates de baseball y ambos sabemos que con una pelota de fútbol no podés hacer mucho.

El barrio está decadente, frío y recién asfaltado, miro la sombra de los palos de luz proyectarse en la vereda hacia un lado y hacia el otro, parpadeo y las cosas cambian, los duplex nuevos se construyen, en el jardín crece el pino que tiene tu edad, pero el pasto de la entrada de casa no, porque seguís jugando a la pelota con tus amigos del barrio y usando de arco el portón.

Me esfuerzo en ser autónomo, sincero y directo, pero al cerrar los ojos solo puedo preguntarme ¿Existen las cumbias tristes?, detrás de la gedencia y la mala yerba debe haber penurias cantadas, expuestas, bailadas. Tantas damas regaladas no pueden hablarnos simplemente de la promiscuidad de nuestros cuerpos. Detrás de todo hay un corazón.

Quizá crecer sea abrir el corazón. O cerrarlo, y empezar a tener miedo.

Por mi cuerpo pasan cortes de pelo y retoques en la barba, mientras que en el barrio se podan los árboles año tras año. sin embargo, volver implica recordar, irse tan atrás con los pensamientos que los carruajes tirados a sangre remiten a los caballeros de la orden dromómana. Escudados, ellos, en sus viseras caras y en esas armaduras deportivas que compraron en la salada.

Siempre te gustó ese circo, pero ahora te quema en las manos el fuego del arma que nunca tuviste. Te quema en las manos mientras te envuelve la niebla y el frío te cala los huesos. Temblás, apretás los dientes para no tiritar, pero ya no sé si es el frío, o el miedo lo que te afecta.      
                                                
No sé si son lágrimas o gritos lo que traducís en emoticones abstractos que no llego a comprender, no sé si es tu grito de ¡GOL! lo que me hace falta pero en el partido que pasaron hoy se definió todo a último momento, por un penal, por una patada baja que nadie vio venir. No quiero que caigas en la humillación de la tarjeta roja que mancha del color de la sangre tu propia armadura villera.

Quizá crecer sea darse cuenta que en el juego se puede perder.

Las murallas protegen tu reino encantado que solo logra visitar la música fuerte y la comida chatarra. No me pidas que no me preocupe si estando tan cerca estás tan lejos. Si a pesar de todo en tus ojos veo la adolescencia haciendo estragos, las hojas del árbol caer y la pelota desinflada en el patio que da a la calle.

Le ruego al glaciar que haga las veces de dique, que pare las aguas que ya están turbulentas. Que enfríen la sangre de los que huyen del fuego. No dejes que el frío te asuste, el invierno también puede ser feliz.Detrás del casco y la cota de malla hay un mundo, con arpías verdes y dragones en motocicleta que solamente le temen al amor.

Te asusta el viento, los gatos en la terraza y el pelotazo en la chapa del techo. Las llamas se apoderan de las esquinas, ya no discernís entre el fuego del dragón y el de los guerreros que intentan abatirlo ¿Por qué nadie entiende al dragón? ¿Por qué nadie deja su armadura y ve más allá del fuego de colores? Quizá sepas algo del fuego que nadie más sabe. Quizá por eso las calles arden y tu cabeza explota dentro de esa armadura que solo se derrumbará cuando las lágrimas caigan.

Quizá crecer sea sacar el pan del horno y dejarlo prendido, tras haber notado que el frío se apoderaba del hogar.

viernes, 18 de abril de 2014

El peón, el amor y la tierra.


Observo el gris en el cielo y siento el frío del viento correr entre mis piernas, mi cuerpo desnudo soporta la inclemencia y la recorre con un poco de melancolía y otro poco de añoranza.


No quiero regar más las mismas plantas y recibir, año tras año, las mismas primaveras.
Quiero magia en cada fruto y magia en cada flor, quiero otoños de disfrute en donde la cosecha recogida nos dé de comer nueces y almendras.
Es tonto, pero quiero, ante todo, los chocolates y la chimenea, las películas malas y las frazadas compartidas, aprovechar el sol en cada mañana y que solo en las noches me falte el calor.
No quiero arar más este eterno páramo en donde mis semillas no logran fecundar.
Quiero la providencia de la tierra prometida o un simple peral para las mermeladas. Es tonto, lo sé, pero ya me duele el estómago de ese ajenjo amargo mezclado con hielo que tomamos en cada encuentro. Y además, la máquina de arar se ha oxidado toda.

Oh, claro, el invierno. El invierno y yo, nevando.

 Mis dedos fríos, helados, ruegan por el vapor de una ducha que me arrugue la sensibilidad, que ablande cada una de mis extremidades y relaje mi espalda torcida.
Es hora de moverse, aceitar los engranajes y vomitar el óxido que el estar estáticos nos provocó. Es hora de moverse y dejar de conformarse con el movimiento de la lluvia que- a falta de lágrimas- supo saciar nuestras pasiones y apagar nuestros incendios.
Y la lluvia, que se encargue ella de regar nuestro jardín porque yo ya estoy para otras cosas, la regadera se me ha oxidado mientras la sostenía y hasta mi mano está carcomida por la inestabilidad del metal erosionado, frío y frágil.
Y la regadera, vacía y seca, no llora; Espera. Espera llenarse de la lluvia que la alimenta con todo su amor de tormenta y con sus caricias de madre naturaleza. Las gotas resbalan por su cuerpo y descascaran su pintura, agrietan su piel y la marchitan.
Y yo, Yo no quiero eso para mí, el óxido en mis manos que no se extienda más allá porque yo ya he dejado de esperar la cosecha idílica que le prometí a tus campos.
Me orino encima para experimentar un poco de calor. Con los pies hundidos en tu tierra que ya ha echado a perder hasta la más pura de mis semillas, disfruto. Siento el óxido desprenderse de mis manos, siento la lluvia lubricando mis ojos y lloro. Estoy húmedo, pero cálido por dentro. Te escupo y río, el rencor se va con cada una de mis maldiciones, pateo el barro y enchastro mi cuerpo.  Comprendo, recuerdo y me tiro al suelo. Hundo mis dedos y atravieso tus fríos estratos, lastimo mis uñas, vuelco mi sangre y no me importa, es lo más parecido a un abrazo que te puedo dar. Te amo, pero siento el óxido, una vez más, creciendo entre los dedos de mis pies.

Oh, claro, el invierno. El invierno y yo, oxidado.

Es hora ya, de que el cuerpo se lubrique, se mueva, transpire. Es hora de que la saliva arda bajo la lluvia y que nuestros fluidos caigan al suelo, abonen la tierra y promuevan la fertilidad.
No puedo seguir siendo el espantapájaros harapiento que aleje las aves de carroña de tu jardín, tengo pies para avanzar y voy a hacerlo. Trabajar otros campos, enterrar en otras tierras las semillas que beso antes de arrojar. Quizá simplemente sean mi semillas las que no quieren germinar pero ¿Por qué seguir entonces? Mejor me marcho.
Sin hacer más escándalo y dándote la espalda me pierdo en el horizonte, no sin antes dejar caer de mi brazo la última muestra de afecto. Una esperanza añeja abre mis dedos y se pierde en el barro la última semilla que estoy dispuesto a regalarte.




martes, 7 de enero de 2014

Matar a Cupido

Cuando inició su travesía llevó consigo una mochila vieja y un corazón roto. Se propuso a sí mismo dejar en el camino la marca de su paso, se propuso a sí mismo ser un héroe, como siempre había querido. Por las noches soñaba con la grandeza, con entrevistas en la televisión y su nombre en todos los libros de historia. En un arrebato de soberbia y majestuosidad se vio a sí mismo gobernando un mundo utópico. Pero tarde o temprano tenía que despertar, ver la tierra que le ennegrecía los codos, tocar el pasto húmedo que le helaba los huesos en la madrugada, levantarse y seguir.
Al partir no dio explicaciones, no buscó justificarse, simplemente se despidió y se fue. Abandonó su hogar porque su habitación se había convertido en una sala de tortura. Su rutina se había vuelto su calvario, no porque renegara de la rutina, sino porque todas las mañanas eran malas ahora que desayunaba solo, ahora que al abrir el placard la mitad de las perchas estaban vacías. Cada noche le encadenaba pesadillas en la mente y le mojaba la almohada, la cama no era más que su propia barca de Caronte. Pero Caronte no estaba, no estaba su madre, ni su hermano, tampoco Sara, la pequeña perra sin pedigrí que había recogido de la calle cuando tenía doce.
Las rodillas le temblaban y la piel se le pegaba a las costillas, el hambre y la barba eran dos cosas que nunca había tenido. Cada piedra en el camino lo hacía más fuerte pero le raspaba aún más los tobillos. Esa mañana se sintió derrotado, olvidó su misión y su grandeza. Se detuvo a observar el horizonte y el dolor se expandió desde su pecho hasta llegar a su cabeza. Ahí recordó aquella otra mañana en la cual armó un bolso y partió guiado por esa misma vibración en el pecho que ahora le hacía sudar en frío. Sintió a la brújula de su corazón perdida, desorientada y derramó una lágrima antes de desplomarse en el suelo.
Había sido siempre un tipo de oficina, nada especial, ni grandilocuente. Solo un obrero que rompía su espalda para sobrevivir. Sus metas no eran nada de otro mundo; casarse, tener un hijo, comprar una casa con patio amplio, adoptar un perro de la calle y armar todos los veranos la pileta de lona para refrescarse por las noches. Por miedo a lo desconocido tardó en enamorarse, tuvo que llegar  La Indicada para que pudiera sentir el fuego en su pecho y las mariposas en el estómago. De pequeño su madre le decía que cuando menos lo esperara Cupido le lanzaría la flecha que lo marcaría con la más hermosa cicatriz que pudiera soñar. Y él esperó, sin muchas ilusiones,  y hasta descreído por momentos, conformándose con  relaciones vacías que solo satisfacían su sexo. Pero cuando vio a La Indicada cada una de las palabras de su madre resonaron en su cuerpo y entrar en el de ella fue como volver al vientre materno. El primer regalo que le hizo fue una postal rebosante de cursilería que caricaturizaba a un cupido simpático con un manojo de flechas en su mano.
Al abrir los ojos no recordaba dónde estaba, qué hacía allí o cuál era su nombre. Tampoco recordaba el de ella pero podía sentir la marca de la que su madre le había hablado cuando niño. Era una marca profunda que ya no generaba la adrenalina de estar hamacándose a grandes velocidades, sino más bien se sentía como el ardor que provoca el hielo seco al tocarlo.  Ahora que ya no estaba, La Indicada no era más que una marca, había dejado de existir y pronto la  barba seguiría creciendo hasta tapar la cicatriz, cubrir el pecho y enrejar el corazón. Quizá así el dolor de su pecho se iría, el de su cabeza curaría en pocos días; Al parecer la pérdida de conocimiento le había hecho caer sobre una roca, por eso le dolía tanto, lo que no comprendía era las vendas alrededor de la herida y la habitación de paredes de barro, iluminada con velas en la que se encontraba. Un hombre mayor entró en el cuarto y se acercó a él, su barba era mucho más larga y blanca, al instante él se puso a pensar en la cantidad de penas que podría cubrir esa barba y soñó despierto, con la grandeza de su barba, con la barba más larga del mundo, las entrevistas en la tevé y su nombre en el libro de record guiness. El anciano le preguntó por qué sonreía y él se sintió un poco tonto.
Como no podía ser de otra manera, la noche en la que La Indicada lo dejó el cielo lloró con él. Las goteras del pasillo de su casa fueron su única compañía en esa primera noche de soledad después de tres años de relación y convivencia. Tras el desgarro de su alma decidió rasgar, también, las fotos, los regalos y todo lo que le recordara a ella. Revolviendo los cajones encontró la postal con el cupido, y vio en la sonrisa del angelito gordo y con pañales una gota de sadismo, vio en su mirada la picardía de un dios que lleva al hombre a la perdición. Vio en Cupido, al mismo diablo. Rompió la tarjeta en cuatro y exclamó “Debo matar a cupido”.
Miró al suelo cuando se lo dijo al anciano, pero este se rascó el mentón y negó con la cabeza.
-No podrás matar a Cupido - Le dijo el viejo - Cupido ya ha muerto, se ha suicidado.
Confundido y perturbado él se sentó en la cama, miró al viejo con seriedad y este le sostuvo la mirada. No parecía estar bromeando. Derramó una lágrima y un par de preguntas.
-Yo supe ser como usted, jovencito –Lo consoló el anciano- Mi corazón era un rompecabezas con piezas extraviadas cuando emprendí mi viaje en busca del verdadero amor.
-Pero yo no busco el verdadero amor, lo que yo quiero es que nadie decida por mí a quién deseo amar. Lo que yo quiero es que Cupido muera, para que todos podamos amar sin leyes ni mandatos. Y quiero que su sangre corra por mis manos para que al alzarlas el mundo entero agradezca mi labor- El viejo ríe y el sonido reverbera en las paredes de barro.
-Cupido a muerto, no hace mucho, se ha cansado del mundo, se ha cansado de lo mal que usamos los hombres el amor. Ha visto como muchos creen estar flechados cuando en realidad solo están obsesionados. Y luego, cuando las cosas salen mal, se olvidan de todo lo bonito y descreen del amor, se enojan con él y… se vuelven duros, fríos y malvados, tanto así que ni a sus hijos pueden proveerles de verdadero amor.
Él se quedó en silencio. Respiró profundo y volvió a recostarse. Por la mañana abrió los ojos y su pecho le latió con fuerzas, huyó sin despedirse otra vez, guiado por la brújula de su pecho que le indicaba la dirección y a cada paso lo convencía aún más de que el viejo mentía.
Los días pasaban y cada vez se sentía más fuerte, más convencido e impulsado a seguir. Y así continuó caminando y recorriendo el mundo hasta que sus rodillas volvieron a temblar, se detuvo en seco y una gota de sudor le cayó desde la sien hasta el cuello. Miró al frente y su corazón le dijo “Es aquí”. Observó entre algunos árboles y divisó una pequeña pirámide de piedra cubierta en musgo con un umbral en una de sus paredes. Mientras se acercaba el corazón le latía más y más fuerte, le fue imposible no sonreír. Apretó sus puños a un costado y entró corriendo por el umbral.
Cupido yacía sobre el suelo y un rayo de luz caía en su frente desde la punta de la pirámide. Él giró su cabeza y lo miró a los ojos, exhalo una última bocanada de aire y dejó de moverse. En una de sus muñecas tenía clavada una de sus flechas, otra en el pecho y una tercera en el vientre. No había, siquiera, una gota de sangre y en su mano derecha sostenía un papel doblado en varias partes.
Dando pasos torpes, se acercó al cadáver y en su camino tropezó con el arco desvencijado. Al caer su mentón se abrió por la mitad y la sangre comenzó a salir a borbotones. Un hilo rojo y brillante como nunca había visto antes manó desde la oreja de Cupido, se volcó en el suelo y formó un charco que al poco tiempo se fusionó con su sangre en el empedrado.  Arrodillado y con los harapos (pegoteados en polvo y sangre) que llevaba de atuendo se arrastró hasta la mano de Cupido. El primer contacto le pareció frío y lejano, como tocar el lomo de su perra Sara en esa mañana invernal en la que decidió no despertar jamás.
Acarició con cariño su mentón imberbe, su cuello y su pecho, y notó que allí aún vivía un ápice de calor y brillo, pero no era humano. Pudo sentir la energía de Cupido cosquilleándole la yema de los dedos y llegándole al corazón, asentándose allí mismo donde en su pecho yacía la marca que La Indicada le había perpetuado. Se separó del cadáver por miedo a amarlo, por miedo a su calor y su vibración imperceptible. Observó el papel entre sus manos y lo tomó. Comenzó a temblar y a sentir sudor entre sus dedos, el miedo que ahora sentía era un miedo distinto. No era como ser niño y quedarse encerrado en el ropero, no era como que se corte la luz en una madrugada de tormenta, era totalmente distinto, porque no era miedo a la oscuridad. Por cada desdoble del papel el corazón se le enfurecía de pasión, no quería leer lo que en sangre escrito allí se encontraba pero lo hizo de todas maneras, porque ya no podía evitarlo.

Oh calamidad de antaño, recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento. Ruego a ustedes me encuentre su luz, su oscuridad, su magnánimo poder que todo lo calma y todo lo apacigua. Oh heridas del alma que son santas, que no sangran, que no sanan, heridas del alma que aún así duelen y perturban la pureza de mi corazón, desaparezcan, váyanse de mí. Les ruego, poderosos del otro lado, acaben con mi calvario que ya he cargado esta cruz por mucho tiempo, no me castiguen por ello, a mí, que soy el amor, entiéndanme; Tengo razones para morir.
¿Para qué continuar? ¿De qué serviría? Si el amor es más para el hombre un arcón de doblones de oro que una canción improvisada. ¿A quién le debo mi labor? Si por cada flecha, que me astilla los dedos y el corazón, hay un hombre enfadado. Si por cada penetración de amor puro y solemne hay otra de libidinosa atracción carnal. Si por cada confusión en el hombre, he de ser yo el culpable. Si por cada hombre enamorado hay una cadena y por cada cadena una marca imborrable en el alma del mismo. ¿Para qué seguir? Denme respuestas, las necesito o el silencio se encargará de convertirme en polvo y oh, calamidad de antaño, recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento volveré a ser nada y desde la nada no podré ser amado.
No comprendo, divinidad suprema, si es tan fácil amarme. Si es tan simple recibir mi amor. ¿Por qué desperdiciarlo así? Por qué arrojarlo a la basura y pisotearlo como si cada una de mis flechas no me dolieran a mí tanto como a quien disparo. ¿Por qué no comprenden? Hazlos comprender porque cuando el amor muera solo su recuerdo los mantendrá vivos y yo… yo no puedo continuar. Entiendan al amor, que no aguanta más, que no se siente útil o apreciado. Entiendan al amor y perdónenlo por las flechas que a él mismo se infiere.
Perdónenme, pero he encontrado la respuesta; solo el amor puede matarme y con amor, solo con amor, dejo que mis flechas me atraviesen y acaben con este ser tan imperfecto que solo quiso cumplir su misión y que conmigo muerto acabe también el amor en todo el mundo porque no puedo seguir compartiendo mi esencia con quien no pueda manejarla. Mis últimas tres flechas las dirijo hacia mi cuerpo porque, aunque sea en mi lecho de muerte, quiero sentirme amado”

En la carta hay un manchón de sangre en lugar del punto final. Pero al papel le falta un pedazo y él lo nota. Lo deja caer al suelo y observa el cuerpo divino de Cupido. Intenta tocar con sus manos la luz que le llega a la frente y luego envuelve su cabeza en un abrazo. Cupido comienza a sangrar por su muñeca, por su vientre y su corazón. El cuerpo se le enfría por completo y el brillo y candor de su pecho solo continúa en el cosquilleo de los dedos del hombre, este besa la frente de Cupido y la luz se le vuelca en la nuca desde lo alto de la pirámide. Allí siente esa luz colándosele por los poros y fluyéndole por la sangre, llegando al corazón y encontrándose con ese cosquilleo que Cupido le había provocado. De repente su cuerpo entero estalla en éxtasis y siente la vibración en cada partícula de sus ser, las agradables cosquillas de Cupido ya no son ajenas, son propias y nacen desde su corazón. Siente el aleteo de mariposas, aves y dragones en su estomago, siente que el calor no lo abandonará jamás y, por último, siente que la herida en su pecho desaparece y solo puede recordar a La Indicada con la mayor de todas las gratitudes, con un sentimiento de agradecimiento y dicha irrevocables.
Se pone de pie, solemne, y la barba se le deshoja como árbol en otoño. Saca las tres flechas del cuerpo y luego lo levanta, lo aparta a un costado y toma la alforja que cuelga de la espalda de Cupido. Se para bajo la luz de la pirámide y el corazón le habla, sin utilizar palabras le dice que meta su mano dentro de la alforja. Allí encuentra el pedazo faltante de la carta.

“Oh ahora comprendo, divinidad, que no hay más que sufrimiento para mí, que la muerte no es opción y que lo he echado a perder yo también. He acusado a los hombres de la peor de las ultrajas y no he visto, porque cegado estaba, que yo también estaba pecando. No concibo que la culpa me castigue, no concibo que nadie me castigue porque he hecho lo que debía hacer. Pero ahora comprendo que mi cuerpo puede soportar mucho más pesares de los que yo creía y que aunque la muerte nunca pueda encontrarme quizá sea alguien más quien me encuentre y así yo podré compartir todo esto que he aprendido sobre el amor. Porque claro, matarme con mis propias flechas, aniquilarme con amor ¿Es eso posible? Que idiota fui, si el amor es para uno y es para todos, no es para mí ni para ninguno de los hombres, simplemente es para todos. Sepan o no aprovecharlo, el amor debe estar allí para ellos y ahora, oh  calamidad de antaño, recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento solo existes tú. Y conmigo aquí postrado, inmóvil, inútil los hombres se están matando, rasguñando pieles y paredes para conseguir como mineros en lo más profundo de su inmundicia, un poco de amor que, como el oro, les llene los arcones.
Que mis lágrimas me sequen y me hagan sufrir más, porque solo así seguiré entendiendo mi función en este mundo, solo así comprenderé del todo, que Cupido no puede morir jamás.”

Y ahora sí, un punto final da por terminada la carta, junto a las marcas de dos labios que besaron el papel. El hombre mira a Cupido y este no respira. Se acerca a él y derrama sus lágrimas de enamorado sobre el cadaver. Se coloca la alforja al hombro, guardas las flechas y se pone de pie. Toma el arco y un estallido de luz lo ciega; Desde lo alto de la pirámide lo encandila una luz distinta, una luz que se refleja en cada una de las paredes internas y que llega a él desde todas las direcciones. Cierra los ojos por un momento y siente la luz filtrándosele por los párpados y dejándolo ciego.
Aún deslumbrado, tantea con sus pies el suelo empedrado para dar pasos cortos. La luz cegadora se ha ido. Llega al centro de la pirámide y afina la vista; Observa sus manos, limpias y perfectas. Observa el arco que en una de ellas sostiene y ve, que este ya no está desvencijado y viejo, sino que brilla con un lustre divino que le provoca placer al tocarlo. Observa el cuerpo de  Cupido y ve, que en su lugar, hay una fuente de agua.
Se acerca a la fuente y moja sus manos en ella, se lava la cara pero la encuentra impoluta. Se enjuaga la cabellera pero la encuentra recortada y sedosa.  Se mira en el reflejo del agua y comprende; Cupido no puede morir jamás.  


   

   

martes, 17 de septiembre de 2013

Maria Angélica Ianello de Vals.


En la pared detrás del piano de cola marrón se exponen las fotografías que a lo largo de su vida habían ocupado un lugar sobre ese viejo tapizado beige bien iluminado.
     A la derecha, bastante arriba había un portarretratos mediano con un marco metálico lujoso, bonito y un poco ennegrecido por el tiempo. Allí había una mujer retratada hasta su pecho con un vestido rojo muy brillante, una sonrisa deslumbrante con los labios rojos y un cabello corto, rubio y alocado.

     La mujer tenía unos cuarenta años y la foto, al día de la fecha, diez más. La expresión alegre y jovial que contagiaba el júbilo y las ganas de reír se manifestaba en varias de las fotografías.

     Había una, en particular, una que llamaba mucho la atención por lo nueva que era, parecía hasta expendida por una impresora casera de buena definición. En ella estaba María Angélica Ianello de Vals, con toda su elegancia parada en un camino empedrado, con un vestido negro y un tapado de piel ostentoso y sin dejar de utilizar los accesorios de manera correcta; La pequeña cartera colgando del antebrazo izquierdo, la gargantilla brillando en el cuello tostado a pesar de lo espesa y fría de la noche en la fotografía, los guantes blancos en ambas manos y el marido agarrado por el codo.  

     En otra de las fotos, sin marco pero con un vidrio limpio y reluciente, María Angélica estaba agarrando por el codo a otra persona, era un niño rubiecito y semidesnudo, el pequeño miraba hacia un costado sonriente y de su inmenso pañal salían dos piernas regordetas que se perdían en el césped bahiano. A la sombra de un árbol frondoso, María Angélica y su corta cola de caballo atada en lo alto de la cabeza rubia, se encontraba con su nieto, sentada en el suelo en la posición del loto, con un pantalón de lino marrón claro y una camisa completando el conjunto. Detrás de ellos, muy cerca del árbol, se encontraba de pie un hombre con anteojos con una chomba verde agua y un pantalón beige.

     Este mismo hombre, en otra foto un poco más grande y con un discreto marco de madera, se encontraba a la izquierda de la mujer al borde de una mesa. A la derecha de ella había otro hombre que se le parecía, ambos eran jóvenes y tenían su alegría contagiosa al igual que la mujer que rodeaban, quien, con una camisa blanca e impoluta de seda y un pantalón tiro alto de color crema se encontraba inclinada sobre una gran torta de cumpleaños con una velita plateada en el centro. De su cuello colgaba una pieza de herrería dorada y vistosa que caía con elegancia hasta hacer pender una piedra roja y brillante a varios centímetros del mentón.

     Este mismo collar lucía una señora que posaba en una pequeña y cuadrada foto al lado de una niña rubia de cabellos largos que, portando la misma sonrisa que María Angélica, escondía sus manos en la espalda y levantaba el mentón con alegría. Lo otro que lucía la señora eran las arrugas y un cabello blanco y como de brushing humedecido que se enroscaba en un rodete tosco en lo alto del pelo. Con una seriedad incuestionable y una mirada casi de soslayo los ojos oscuros de la mujer estaban clavados en la cámara y brillando en lo pálido de una piel bañada por el sol de la ventana en la que, con solemnidad, apoyaba el codo izquierdo.

La fotografía estaba bien iluminada pero, a pesar de esto, se perdía en lo magnánimo de los otros cuadros. Su resolución denotaba una tecnología hoy obsoleta y su estado de conservación el de un objeto que ha pasado por muchas manos y muchas cajas hasta llegar al lugar donde está. El pequeño portarretratos era de un metal plateado y brillante que se había percudido en las partes profundas de cada muesca tallada.


Quizá por lo lindo que le queda el reflejo de la luz, o quizá porque así quedaron agrupados los únicos dos marcos metálicos de la colección, es que a esta pequeña fotografía se la encuentra a la derecha y bien arriba, en la pared de tapizado beige y detrás del piano de cola. 

Chakra Laringeo (Sobre como se expresa tu madre).

     Quien bien conoce a tu madre sabe que, a pesar de no ser una mujer de muchas letras y lecturas, su humor es un tanto intelectual en los campos que ella domina. Recuerda el día que fuiste, todo vestido de azul, a preguntarle si así estabas bien para ir al cine y luego a bailar; “Y… estás muy chakra laríngeo pero estás lindo” te dijo. Porque claro, su léxico gira en torno a sus saberes, y sus saberes tienen mucho que ver con esas cosas; chakras, energías y demás.

     Siendo una reflexóloga en constante formación y creyendo fielmente en la medicina alternativa, vos bien sabés que acercarte a ella para quejarte de algún dolor en el cuerpo es una trampa de doble filo; Que el resfrío es por retener el llanto, que la conjuntivitis es por no estar viendo algo, que la angina es por no expresar algo y así todo. Sin embargo, volvés siempre, harto de pedirle que no te analice los pies y que solo se limite a dar un examen objetivo de tu estado de salud, volvés. Pero ella, que siempre fue un poco bruja, te mira los pies y, con sus conocimientos de terapeuta holística te empieza a atacar con preguntas que cada vez se van tornando más incómodas e íntimas.

     <<Mamá, me duelen un poco el talón y el tobillo>> le dijiste una vez, como pidiendo masajes de la manera más indirecta que pudiste. Y Allí comenzó, jocosa, a reírse de vos y a hacerse la interesante escatimando la información que estaba en su cabeza; Que el talón “es el concretar”, que el tobillo son los órganos sexuales y así durante un rato, hasta que la conversación terminó en la idea de que “una vida sexual más activa” solucionaría todos tus problemas. Entre risas, divertida y astuta, tu madre te ha dejado boquiabierto y ruborizado una vez más.

     Por supuesto, a veces también se le da por dejar de lado (por un rato) su cara de sanadora y también hace preguntas. <<¿Cómo andás vos de amores?>> te dijo una vez. Sin evadir el tema, contestando con sinceridad y rapidez le contaste que no, que estabas bien amando a tus amigos y a nadie más. Luego de insistir un rato dando vueltas en la misma pregunta se resignó, pero no sin antes, emitir un último comentario que tanta falta le había hecho a la conversación. <<Y claro… así como no te va a doler el tobillo>>. 

Certificado de algo.

Estás parado en el medio de la cancha de básquet de un colegio estatal ¿Qué hacés ahí? Y ¿Por qué toda la gente está a tu alrededor? Una gran multitud formada por jóvenes de guardapolvo y madres con carteras ridículas se habían colocado alrededor de un especio delimitado por los niños más pequeños de la escuela, pero… pero vos sos de los más chicos de la escuela, en teoría, vos deberías estar ahí, con tus compañeros pero estás parado, casi en el medio, con todos mirándote. ¿Y qué es eso que tenés en la mano? ¿Un certificado? ¿Un diploma? ¿Ganaste algo acaso?

A tu espalda los parlantes amplifican la voz de una señora que termina de decir tu nombre y hace un breve silencio para que la gente desborde su pasión en aplausos y silbidos. Obviamente eso no pasa porque vos sos el primero en estar ahí, parado en el medio de todos y como no te conoce nadie no te van a aplaudir con fervor hasta que no estén sus propios hijos allí. Pero la verdad es que mucho no parece importarte, estás perdido en las costuras del guardapolvo blanco, en los abrojos mal abrochados de las sandalias, o en el patrón de puntitos y rayitas que tiene cada baldosa. Con tus dedos recorrés el contorno de un pedazo de papel o cartón que te dieron hace un rato, este gira y gira en tus manos porque a vos te entretiene mucho sentir los bordes del papel una y otra vez. Lo que no te preguntás es ¿Qué es ese papel? Probablemente sea un premio, o una foto. En realidad te da igual, podría ser un certificado de nacimiento o uno de defunción que la cosa no cambiaría, seguiría teniendo bordes muy entretenidos para recorrer.

     La segunda persona que la señora llama por el micrófono es una niña de tu propio curso, le sonreís contento y ves como ella mira al público y muestra su dentadura imperfecta a las cámaras; porque claro, está plagado de cámaras de fotos, y flashes, y risas. Ahora le prestás atención a los aplausos y te divierten un poco, de todas maneras, es mucho más entretenido ver el cielo al final del gimnasio. Las palabras de la señora ya se desdibujaron hace rato y ahora son varios los nenes que entraron y se encuentran formados uno al lado del otro, a tu izquierda. Todos visten guardapolvos blancos. La única de tu edad es la niña, los demás son más grandes, y entienden más lo que está pasando, miran sus diplomas, sus certificados, sus “no sé qué” con orgullo y sonríen como si estuvieran en una coronación.

     De repente, entre el bullicio y el ajetreo, recordás uno de los últimos días de clase. Hubo una votación en tu aula y te eligieron a vos como “Mejor compañero”. No importa por qué, ni te acordás seguro. Pero seguro que esto tiene que ver. Pero bueno, también las profesoras te eligieron como “Mejor alumno”, y no sabés muy bien qué significaba todo eso y qué beneficios te podía traer pero no importa, algo ganaste. Te pusiste contento y sonreíste frente a la gente. Por un rato, después te dio curiosidad otra cosa; ¿Por qué estamos Aldi y yo solos acá parados? ¿Qué se ganó Aldana? Y ahí es cuando te arrepentís de no haberle prestado atención a la señora que aún no había dejado de hablar. Te das vuelta y la ves, vestida de negro, con rulos y frizz, la expresión dura en un sonrisa y las palabras vacías brotando de su boca directo hacia el micrófono. Es en vano, ni te mira.

     Volvés la vista al público y hasta ellos ya están cansados de escuchar nombres y aplaudir, se les nota en la cara, pobres. A vos te duelen un poco los pies así que empezás a tirar el peso hacia un pie por un rato, luego al otro y así, tambaleando frente a todos. Estás en tu tarea cuando, de la nada, se te ocurre una idea brillante, probablemente el haber ganado esas votaciones tenga que ver con el hecho de que ahora esté sosteniendo el papelito con cara al público. Con total naturalidad girás el papel y lo mirás vos, dice algo de “Mejor…” pero no te das cuenta si es “…Compañero” o “…Alumno”. No importa. Alguno de los dos es, debe ser el certificado que dice que ganaste “mejor algo”.


La que no ganó nada es Aldana, no sabés muy bien qué hace ahí, pero seguro que ella debe tener el otro “Mejor algo”. Se lo habrán regalado, o por ahí ella te lo da a vos después, total, a vos te da igual. A ella le gustan las fotos y está contenta. No tiene caso que lo sigas pensando, ya es hora de cambiar el peso del cuerpo hacia el otro pie. Mirás tus bermudas amarillas mientras realizás la acción y la vista se te va, te volvés a perder en los patrones de las baldosas y el certificado de algo vuelve a girar entre tus dedos. De manera abrupta te saca del trance la música, agudizás el oído disimuladamente y reconocés la canción que acaba de empezar, ponés una sonrisa grande en la cara porque te la sabés y empezás contento: “Oid mortales, el grito sagrado, libertad, libertad, libertad…”