¿Saben ustedes del
martirio que es para mí enfrentarme al espejo con la luz encendida? ¿Acaso
sintieron, alguna vez, a alguna mujer tocarles el cuerpo con asco? Asco debería
sentir yo que desperdicié mis ahorros de cada semana en comprar las caricias de
una dama que se lavaba los dientes con enjuague bucal barato luego de besarme
el sexo. Me repugna su boca, que por más higienizada que se encuentre estará
sucia de por vida, me repugna su labial negro que la hace tan sensual y, por
sobre todas las cosas, me repugna mi rostro, deforme e hinchado, reflejado en
los espejos.
Algunos me
elogiaban llamándome artista, compraban mis esculturas por internet y les
rendían culto en las redes sociales como si fueran verdaderos dioses, mi madre
nunca entendió cómo podían salir de mi cabeza esas criaturas de barro a las que
yo le daba vida con mis manos, mucho menos pudo entender cómo la gente las
compraba, pero aún así fue el ingreso de dinero la razón por la cual ella me
permitió seguir viviendo en su casa, comiendo su desabrida comida.
Me envolvía el
rostro en capuchas coloridas y salía por la noche a hacer compras en las
estaciones de servicio, no porque realmente necesitara tantos osos de peluche,
sino más bien porque sabía que debía gastar mi dinero en algo, por más tonto
que fuese, y no ahorrarlo. Porque luego, los ahorros se irían siempre en lo
mismo, terminaría gastando el dinero acumulado en un cariño tan falso como el
alma de estos peluches. Así estaba, caminando con mis bolsillos vacíos por una
calle sin asfaltar cuando la vi parada en una esquina, abrigada hasta el cuello
y con el rostro limpio de maquillaje. Me miró con el ceño fruncido y cruzó a la
esquina de enfrente, para que yo pudiera pasar muy lejos de ella.
El barrio estaba
desolado y la luz amarillenta del palo de luz teñía el panorama con esa
sordidez propia del conurbano. La niña, de apenas 12 años, se escondió entre
las sombras y me observó al pasar; Ocultando mí rostro en la capucha y mi
erección con el osito de peluche apuré el paso y doblé en la esquina. Cuando
quise darme cuenta ya había hecho tres cuadras y me faltaba el aire de tanto correr.
Un miedo insoportable había hecho metástasis desde la parte baja de mi cráneo
hasta el centro de mi pecho lampiño. Observé sobre mi hombro y no había nadie
alrededor, dejé el peluche con el bordado que decía “Te amo” sobre un cantero
lleno de jazmines y volví a la casa de mi madre, empalagado por el aroma a
jazmín y sudando hasta por los pies.
En la seguridad de
mi cuarto sin espejos me desnudé y me arrodillé frente a la cama, iluminé el
cuarto con velas y le recé a ese dios que había inventado para mí cuando era
niño. Un dios de barro que lograba apaciguar mis impulsos más oscuros y que me
inspiraba a crear mis abominables obras de arte con su mera presencia en la
repisa al costado de la cama. Mi primer creación; Desprolija y horrible, y a su
vez perfecta y hermosa. Mi único padre y el padre de todos mis hijos de barro,
que me concedía todo lo que le pedía
pero que me demandaba a cambio que despedace con mis manos las ofrendas
de la estación de servicio.
-No me dejan de
temblar las manos ¿Se acabará algún día? No puedo modelar si mis manos me
traicionan.
- En tus manos se encuentra
el equilibrio del mundo, la caótica belleza del génesis y la sagrada función
del apocalipsis.
-No entiendo,
necesito entender- Le dije con las lagrimas cayendo a borbotones aquella noche
en que lo conocí.
-Primero debes
destruir para poder crear.
Y desde entonces me
dediqué a despellejar un osito de peluche por cada estatua de barro que di a
luz. Mis hermosos hijos, incluso más hermosos que yo, incluso más horribles que
yo. ¿Quién mejor que ellos para hacerme sentir bien?
Arrojé
al suelo a uno de mis hijos, lo estrellé contra la pared de una patada y lo
reventé en mil pedazos mientras gritaba por dentro <<¿Por qué? ¿Por qué
no me respondes hoy? Oh amado dios del barro>>. Lloré hasta quedarme seco
y luego comprendí que el antídoto para el silencio, el antídoto para la soledad,
había sido siempre el mismo.
Caminé lento por la casa sombría y me
escabullí a hurtadillas en el cuarto de mi madre. Ella dormía dentro de su
escuálido cuerpo, roncaba con su tono agudo y transpiraba ese hedor horrendo
que me recordaba a la leche agria. Yo odiaba el cuarto de mi madre, con su
tapizado floreado y su inmenso tocador con cajones que había pertenecido a mi
abuela paterna, odiaba la forma en la que se mezclaban los olores del cuerpo
con los del perfume barato y dulzón comprado por catálogo. Pero lo que más
odiaba era el inmenso espejo de tres hojas que coronaba el tocador. Me acerqué
a él temblando y observé la cajonera a un costado, la incontable cantidad de
remedios inservibles que mi madre tomaba por deporte y la pila de productos de
belleza que cuidaba con más dedicación que a su propio hijo.
Los
colgajos de piel demasiado arrugada para mis 36 años, las bolsas hinchadas y
los párpados caídos, lo amarillento de mi piel y lo resquebrajado de mis
labios. Mi cuerpo desnudo y mi figura desgarbada; Toda mi monstruosidad
enfrentándose conmigo mismo por culpa de ese espejo impoluto que mi madre
adoraba como si fuera un dios creado para sí misma. Tomé el dinero de mi madre
de la cajonera y huí en cuanto pude de la habitación. Mi madre no se molestó en
interrumpir su sueño y yo partí sin culpas de su hogar, a pasar la noche donde
más odiaba pasarla.
Descargué
toda mi ira bajo la luz roja del prostíbulo, exorcicé todos mis demonios
mientras de su boca, pintada con labial negro, salían los gemidos más irreales
que había escuchado. La odié por su hipocresía y la embestí con más fuerza, le
apreté los senos caídos con una de mis manos y los testículos con la otra. La
odie como nunca antes por la mentira de disfrutar mi cuerpo penetrando el suyo,
la odié por cobrarme tan caro y, por sobre todas las cosas, la odié por ser la
única mujer del mundo en aceptarme, aunque fuera con asco. Emití un único
gemido, ronco y extendido, que acalló el sonido de las primeras gota de la
tormenta que golpeaba el techo de chapa del antro en el que me encontraba.
Volví
a casa arrastrando los pies y con el rostro oculto en mi capucha. Pasé, como siempre,
por mi calle preferida; la única no asfaltada del barrio, y observé su casa una
vez más. Llovía a raudales pero se sentía bien. Desde la ventana pude verla,
escondida entre las cortinas, observándome. Me detuve unos instantes y nuestros
ojos se encontraron, su sonrisa virginal era algo que nunca había contemplado.
El miedo se expandió desde mi pecho hasta el vientre y me retorció los
intestinos, me alejé caminando apurado y ella me saludó, con su pequeña mano y
a lo lejos.
Después
de caminar tres cuadras me detuve en seco, dentro del cantero de los jazmines y
algo manchado de barro había un libro envuelto en papel film, lo tomé y corrí
hasta mi cuarto, me desnudé al mismo tiempo que desprendía las capaz de film
que protegían las hojas amarillentas. Respiré profundo entre las páginas y
aprecié el aroma de libro viejo mezclado con perfume de niña, leí “El nuevo
Prometeo” en voz alta y le dediqué toda mi noche a la lectura. Debajo de la
palabra “Fin” rezaba escrito con lápices de colores: “Te amo”.
Desnudo
como estaba salió a la calle y las gotas de agua le empaparon el cuerpo, caminó
dando zancadas hasta la calle sin asfaltar y la encontró, esperándolo en la
vereda bajo el reparo de un árbol frondoso. Le tendió la mano y él se la tomo temblando.
Entraron a la casa en silencio y a oscuras.
-Mis
padres no están- Fue lo único que escuchó de ella, se metieron en la habitación
matrimonial y ella se desnudó para él. Desde la ventana la luz que ingresaba era
extraña; no amarillenta como la de los palos de luz, pero tampoco blanca como
la luz del amanecer, sino más bien azulada y fría. Él se arrodilló frente a la
cama dispuesto a rezar, ella lo tomó del mentón y lo recostó en el suelo. Su
corazón comenzó a latir con fuerza, cerró sus ojos y el roce de la piel le
provocó escalofríos en todo el cuerpo. La niña observó su rostro monstruoso y
hundió el cuchillo en su garganta.
Me
desperté ahogado por mi propio vómito y caí al suelo, el libro cayó conmigo y
me atajé con las manos para no golpearme. ¿Había sido todo un sueño? Sin
embargo el libro estaba allí, abierto en la última página con la palabra “Fin”
impresa en tinta y el “Te amo” escrito con lápices de colores. El miedo me
explotó dentro del cuerpo y se extendió hasta mis brazos y piernas, me puse de
pié algo entumecido y comencé a llorar. La amaba, no había dudas. Y ella
también me amaba a mí. Todo era perfecto, y extraño. La felicidad inundó mi
cuerpo pero el miedo no se fue. Comencé a temblar y observé a mi dios en busca
de concejo. Mi único amigo, mi mayor confidente permaneció en silencio pero
clavándome los ojos penetrantes.
Comprendí;
Su mirada, el sueño. Primero debo destruir para poder crear. El más hermosos de
mis hijos concebido por la hermosa niña, oh, esto es un sueño, ya entiendo, ya
entiendo todo, Oh, amado dios del barro.
Me
pregunto qué se sentirá el roce de su piel, lo cálido de sus manos y el sabor
de su pureza, me encanta imaginarme envuelto en sus delgadas piernas y
perdiéndome en lo delicado de su cabello. Mantengo vivo el sueño en mi cabeza y
experimento sensaciones nuevas de placer y de dolor mientras despellejo mi
propia piel como si fuera un oso de peluche. Desintegro todo mi torso hasta no
poder más y gimo de placer como nunca antes había gemido. Mi dios en las
alturas me vigila con su temple de barro, desde mi lecho en el suelo lo siento
orgulloso por la ofrenda. Hundo mis dedos en lo profundo de mi carne y logro
tocar mi corazón.
¿Me mirará mi madre
con Asco cuando me encuentre así? ¿O entenderá ahora que soy un ser perfecto?
¿Comprenderá que por dentro no soy distinto al resto? ¿O que mi sangre derramada
es la suya? No lo sé, pero quizá simplemente limpie la sangre, alquile mi
habitación, queme todas mis cosas y me recuerde, para siempre, con el mismo
asco que le tienen las niñas a su primera menstruación.