Cuando inició su travesía llevó consigo una mochila
vieja y un corazón roto. Se propuso a sí mismo dejar en el camino la marca de
su paso, se propuso a sí mismo ser un héroe, como siempre había querido. Por
las noches soñaba con la grandeza, con entrevistas en la televisión y su nombre
en todos los libros de historia. En un arrebato de soberbia y majestuosidad se
vio a sí mismo gobernando un mundo utópico. Pero tarde o temprano tenía que
despertar, ver la tierra que le ennegrecía los codos, tocar el pasto húmedo que
le helaba los huesos en la madrugada, levantarse y seguir.
Al partir no dio explicaciones, no buscó
justificarse, simplemente se despidió y se fue. Abandonó su hogar porque su
habitación se había convertido en una sala de tortura. Su rutina se había
vuelto su calvario, no porque renegara de la rutina, sino porque todas las
mañanas eran malas ahora que desayunaba solo, ahora que al abrir el placard la
mitad de las perchas estaban vacías. Cada noche le encadenaba pesadillas en la
mente y le mojaba la almohada, la cama no era más que su propia barca de
Caronte. Pero Caronte no estaba, no estaba su madre, ni su hermano, tampoco
Sara, la pequeña perra sin pedigrí que había recogido de la calle cuando tenía
doce.
Las rodillas le temblaban y la piel se le pegaba a
las costillas, el hambre y la barba eran dos cosas que nunca había tenido. Cada
piedra en el camino lo hacía más fuerte pero le raspaba aún más los tobillos.
Esa mañana se sintió derrotado, olvidó su misión y su grandeza. Se detuvo a observar
el horizonte y el dolor se expandió desde su pecho hasta llegar a su cabeza.
Ahí recordó aquella otra mañana en la cual armó un bolso y partió guiado por
esa misma vibración en el pecho que ahora le hacía sudar en frío. Sintió a la
brújula de su corazón perdida, desorientada y derramó una lágrima antes de
desplomarse en el suelo.
Había sido siempre un tipo de oficina, nada especial,
ni grandilocuente. Solo un obrero que rompía su espalda para sobrevivir. Sus
metas no eran nada de otro mundo; casarse, tener un hijo, comprar una casa con
patio amplio, adoptar un perro de la calle y armar todos los veranos la pileta
de lona para refrescarse por las noches. Por miedo a lo desconocido tardó en
enamorarse, tuvo que llegar La Indicada
para que pudiera sentir el fuego en su pecho y las mariposas en el estómago. De
pequeño su madre le decía que cuando menos lo esperara Cupido le lanzaría la
flecha que lo marcaría con la más hermosa cicatriz que pudiera soñar. Y él
esperó, sin muchas ilusiones, y hasta
descreído por momentos, conformándose con
relaciones vacías que solo satisfacían su sexo. Pero cuando vio a La
Indicada cada una de las palabras de su madre resonaron en su cuerpo y entrar
en el de ella fue como volver al vientre materno. El primer regalo que le hizo
fue una postal rebosante de cursilería que caricaturizaba a un cupido simpático
con un manojo de flechas en su mano.
Al abrir los ojos no recordaba dónde estaba, qué
hacía allí o cuál era su nombre. Tampoco recordaba el de ella pero podía sentir
la marca de la que su madre le había hablado cuando niño. Era una marca
profunda que ya no generaba la adrenalina de estar hamacándose a grandes
velocidades, sino más bien se sentía como el ardor que provoca el hielo seco al
tocarlo. Ahora que ya no estaba, La
Indicada no era más que una marca, había dejado de existir y pronto la barba seguiría creciendo hasta tapar la
cicatriz, cubrir el pecho y enrejar el corazón. Quizá así el dolor de su pecho
se iría, el de su cabeza curaría en pocos días; Al parecer la pérdida de
conocimiento le había hecho caer sobre una roca, por eso le dolía tanto, lo que
no comprendía era las vendas alrededor de la herida y la habitación de paredes
de barro, iluminada con velas en la que se encontraba. Un hombre mayor entró en
el cuarto y se acercó a él, su barba era mucho más larga y blanca, al instante
él se puso a pensar en la cantidad de penas que podría cubrir esa barba y soñó
despierto, con la grandeza de su barba, con la barba más larga del mundo, las
entrevistas en la tevé y su nombre en el libro de record guiness. El anciano le
preguntó por qué sonreía y él se sintió un poco tonto.
Como no podía ser de otra manera, la noche en la que
La Indicada lo dejó el cielo lloró con él. Las goteras del pasillo de su casa
fueron su única compañía en esa primera noche de soledad después de tres años
de relación y convivencia. Tras el desgarro de su alma decidió rasgar, también,
las fotos, los regalos y todo lo que le recordara a ella. Revolviendo los
cajones encontró la postal con el cupido, y vio en la sonrisa del angelito
gordo y con pañales una gota de sadismo, vio en su mirada la picardía de un
dios que lleva al hombre a la perdición. Vio en Cupido, al mismo diablo. Rompió
la tarjeta en cuatro y exclamó “Debo matar a cupido”.
Miró al suelo cuando se lo dijo al anciano, pero este
se rascó el mentón y negó con la cabeza.
-No podrás matar a Cupido - Le dijo el viejo - Cupido
ya ha muerto, se ha suicidado.
Confundido y perturbado él se sentó en la cama, miró
al viejo con seriedad y este le sostuvo la mirada. No parecía estar bromeando.
Derramó una lágrima y un par de preguntas.
-Yo supe ser como usted, jovencito –Lo consoló el
anciano- Mi corazón era un rompecabezas con piezas extraviadas cuando emprendí
mi viaje en busca del verdadero amor.
-Pero yo no busco el verdadero amor, lo que yo quiero
es que nadie decida por mí a quién deseo amar. Lo que yo quiero es que Cupido
muera, para que todos podamos amar sin leyes ni mandatos. Y quiero que su
sangre corra por mis manos para que al alzarlas el mundo entero agradezca mi
labor- El viejo ríe y el sonido reverbera en las paredes de barro.
-Cupido a muerto, no hace mucho, se ha cansado del
mundo, se ha cansado de lo mal que usamos los hombres el amor. Ha visto como
muchos creen estar flechados cuando en realidad solo están obsesionados. Y
luego, cuando las cosas salen mal, se olvidan de todo lo bonito y descreen del
amor, se enojan con él y… se vuelven duros, fríos y malvados, tanto así que ni
a sus hijos pueden proveerles de verdadero amor.
Él se quedó en silencio. Respiró profundo y volvió a
recostarse. Por la mañana abrió los ojos y su pecho le latió con fuerzas, huyó
sin despedirse otra vez, guiado por la brújula de su pecho que le indicaba la
dirección y a cada paso lo convencía aún más de que el viejo mentía.
Los días pasaban y cada vez se sentía más fuerte, más
convencido e impulsado a seguir. Y así continuó caminando y recorriendo el
mundo hasta que sus rodillas volvieron a temblar, se detuvo en seco y una gota
de sudor le cayó desde la sien hasta el cuello. Miró al frente y su corazón le
dijo “Es aquí”. Observó entre algunos árboles y divisó una pequeña pirámide de
piedra cubierta en musgo con un umbral en una de sus paredes. Mientras se
acercaba el corazón le latía más y más fuerte, le fue imposible no sonreír.
Apretó sus puños a un costado y entró corriendo por el umbral.
Cupido yacía sobre el suelo y un rayo de luz caía en
su frente desde la punta de la pirámide. Él giró su cabeza y lo miró a los
ojos, exhalo una última bocanada de aire y dejó de moverse. En una de sus
muñecas tenía clavada una de sus flechas, otra en el pecho y una tercera en el
vientre. No había, siquiera, una gota de sangre y en su mano derecha sostenía
un papel doblado en varias partes.
Dando pasos torpes, se acercó al cadáver y en su
camino tropezó con el arco desvencijado. Al caer su mentón se abrió por la
mitad y la sangre comenzó a salir a borbotones. Un hilo rojo y brillante como
nunca había visto antes manó desde la oreja de Cupido, se volcó en el suelo y
formó un charco que al poco tiempo se fusionó con su sangre en el
empedrado. Arrodillado y con los harapos
(pegoteados en polvo y sangre) que llevaba de atuendo se arrastró hasta la mano
de Cupido. El primer contacto le pareció frío y lejano, como tocar el lomo de
su perra Sara en esa mañana invernal en la que decidió no despertar jamás.
Acarició con cariño su mentón imberbe, su cuello y su
pecho, y notó que allí aún vivía un ápice de calor y brillo, pero no era
humano. Pudo sentir la energía de Cupido cosquilleándole la yema de los dedos y
llegándole al corazón, asentándose allí mismo donde en su pecho yacía la marca
que La Indicada le había perpetuado. Se separó del cadáver por miedo a amarlo,
por miedo a su calor y su vibración imperceptible. Observó el papel entre sus
manos y lo tomó. Comenzó a temblar y a sentir sudor entre sus dedos, el miedo
que ahora sentía era un miedo distinto. No era como ser niño y quedarse
encerrado en el ropero, no era como que se corte la luz en una madrugada de
tormenta, era totalmente distinto, porque no era miedo a la oscuridad. Por cada
desdoble del papel el corazón se le enfurecía de pasión, no quería leer lo que
en sangre escrito allí se encontraba pero lo hizo de todas maneras, porque ya
no podía evitarlo.
“Oh calamidad de
antaño, recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento. Ruego a
ustedes me encuentre su luz, su oscuridad, su magnánimo poder que todo lo calma
y todo lo apacigua. Oh heridas del alma que son santas, que no sangran, que no
sanan, heridas del alma que aún así duelen y perturban la pureza de mi corazón,
desaparezcan, váyanse de mí. Les ruego, poderosos del otro lado, acaben con mi
calvario que ya he cargado esta cruz por mucho tiempo, no me castiguen por
ello, a mí, que soy el amor, entiéndanme; Tengo razones para morir.
¿Para qué
continuar? ¿De qué serviría? Si el amor es más para el hombre un arcón de
doblones de oro que una canción improvisada. ¿A quién le debo mi labor? Si por
cada flecha, que me astilla los dedos y el corazón, hay un hombre enfadado. Si
por cada penetración de amor puro y solemne hay otra de libidinosa atracción
carnal. Si por cada confusión en el hombre, he de ser yo el culpable. Si por
cada hombre enamorado hay una cadena y por cada cadena una marca imborrable en
el alma del mismo. ¿Para qué seguir? Denme respuestas, las necesito o el
silencio se encargará de convertirme en polvo y oh, calamidad de antaño,
recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento volveré a ser nada y
desde la nada no podré ser amado.
No comprendo,
divinidad suprema, si es tan fácil amarme. Si es tan simple recibir mi amor.
¿Por qué desperdiciarlo así? Por qué arrojarlo a la basura y pisotearlo como si
cada una de mis flechas no me dolieran a mí tanto como a quien disparo. ¿Por
qué no comprenden? Hazlos comprender porque cuando el amor muera solo su
recuerdo los mantendrá vivos y yo… yo no puedo continuar. Entiendan al amor,
que no aguanta más, que no se siente útil o apreciado. Entiendan al amor y
perdónenlo por las flechas que a él mismo se infiere.
Perdónenme, pero
he encontrado la respuesta; solo el amor puede matarme y con amor, solo con
amor, dejo que mis flechas me atraviesen y acaben con este ser tan imperfecto
que solo quiso cumplir su misión y que conmigo muerto acabe también el amor en
todo el mundo porque no puedo seguir compartiendo mi esencia con quien no pueda
manejarla. Mis últimas tres flechas las dirijo hacia mi cuerpo porque, aunque
sea en mi lecho de muerte, quiero sentirme amado”
En la carta hay un manchón de sangre en lugar del
punto final. Pero al papel le falta un pedazo y él lo nota. Lo deja caer al
suelo y observa el cuerpo divino de Cupido. Intenta tocar con sus manos la luz
que le llega a la frente y luego envuelve su cabeza en un abrazo. Cupido
comienza a sangrar por su muñeca, por su vientre y su corazón. El cuerpo se le
enfría por completo y el brillo y candor de su pecho solo continúa en el
cosquilleo de los dedos del hombre, este besa la frente de Cupido y la luz se
le vuelca en la nuca desde lo alto de la pirámide. Allí siente esa luz
colándosele por los poros y fluyéndole por la sangre, llegando al corazón y
encontrándose con ese cosquilleo que Cupido le había provocado. De repente su
cuerpo entero estalla en éxtasis y siente la vibración en cada partícula de sus
ser, las agradables cosquillas de Cupido ya no son ajenas, son propias y nacen
desde su corazón. Siente el aleteo de mariposas, aves y dragones en su
estomago, siente que el calor no lo abandonará jamás y, por último, siente que
la herida en su pecho desaparece y solo puede recordar a La Indicada con la
mayor de todas las gratitudes, con un sentimiento de agradecimiento y dicha
irrevocables.
Se pone de pie, solemne, y la barba se le deshoja como
árbol en otoño. Saca las tres flechas del cuerpo y luego lo levanta, lo aparta
a un costado y toma la alforja que cuelga de la espalda de Cupido. Se para bajo
la luz de la pirámide y el corazón le habla, sin utilizar palabras le dice que
meta su mano dentro de la alforja. Allí encuentra el pedazo faltante de la
carta.
“Oh ahora
comprendo, divinidad, que no hay más que sufrimiento para mí, que la muerte no
es opción y que lo he echado a perder yo también. He acusado a los hombres de
la peor de las ultrajas y no he visto, porque cegado estaba, que yo también
estaba pecando. No concibo que la culpa me castigue, no concibo que nadie me
castigue porque he hecho lo que debía hacer. Pero ahora comprendo que mi cuerpo
puede soportar mucho más pesares de los que yo creía y que aunque la muerte
nunca pueda encontrarme quizá sea alguien más quien me encuentre y así yo podré
compartir todo esto que he aprendido sobre el amor. Porque claro, matarme con
mis propias flechas, aniquilarme con amor ¿Es eso posible? Que idiota fui, si
el amor es para uno y es para todos, no es para mí ni para ninguno de los
hombres, simplemente es para todos. Sepan o no aprovecharlo, el amor debe estar
allí para ellos y ahora, oh calamidad de
antaño, recuerdo del albor de los tiempos, dolor del nacimiento solo existes
tú. Y conmigo aquí postrado, inmóvil, inútil los hombres se están matando,
rasguñando pieles y paredes para conseguir como mineros en lo más profundo de
su inmundicia, un poco de amor que, como el oro, les llene los arcones.
Que mis lágrimas
me sequen y me hagan sufrir más, porque solo así seguiré entendiendo mi función
en este mundo, solo así comprenderé del todo, que Cupido no puede morir jamás.”
Y ahora sí, un punto final da por terminada la carta,
junto a las marcas de dos labios que besaron el papel. El hombre mira a Cupido
y este no respira. Se acerca a él y derrama sus lágrimas de enamorado sobre el
cadaver. Se coloca la alforja al hombro, guardas las flechas y se pone de pie.
Toma el arco y un estallido de luz lo ciega; Desde lo alto de la pirámide lo
encandila una luz distinta, una luz que se refleja en cada una de las paredes
internas y que llega a él desde todas las direcciones. Cierra los ojos por un
momento y siente la luz filtrándosele por los párpados y dejándolo ciego.
Aún deslumbrado, tantea con sus pies el suelo
empedrado para dar pasos cortos. La luz cegadora se ha ido. Llega al centro de
la pirámide y afina la vista; Observa sus manos, limpias y perfectas. Observa
el arco que en una de ellas sostiene y ve, que este ya no está desvencijado y
viejo, sino que brilla con un lustre divino que le provoca placer al tocarlo.
Observa el cuerpo de Cupido y ve, que en
su lugar, hay una fuente de agua.
Se acerca a la fuente y moja sus manos en ella, se
lava la cara pero la encuentra impoluta. Se enjuaga la cabellera pero la
encuentra recortada y sedosa. Se mira en
el reflejo del agua y comprende; Cupido no puede morir jamás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario